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domingo, 22 de febrero de 2009

El barrio [viejo de Alicante /Alacant]

Por Mariano Sánchez Soler. "La ciuddad Transparente"

Con paso firme, es preciso dejar atrás la plaza de Sant Cristófol y adentrarse por el carrer dels Sants Metges. Es el único barrio de Alacant donde las calles se denominaban carrers desde tiempos -no tan lejanos por lo que vemos últimamente- en que los capitostes pretendían elevar el enclave geográfico a la categoría de región. Aquellos viejos manises blancos, de caligrafía valenciana, colocados en las fachadas de las esquinas estratégicas, siempre despertaron la sorpresa de muchos colegiales a quienes nos habían engañado, entre himnos exóticos, con historietas de héroes castellanos, de los que nosotros estábamos situados al «Sureste», por supuesto.

Se siente cierta emoción cuando los pies se adentran en el arrabal del primer Alacant, al pie del barrio de Santa Cruz, con sus calles estrechas, empinadas y olorosas de cal y de geranios. Fue, con sus palacetes, la zona noble del siglo XIX limitada por la Rambla y la Explanada. Llauradors, Sant Nicolau. «Ay, el Barrio», es fácil suspirar cuando se enfila el carrer de la Mare de Déu de Betlem, al pasar junto a los portalones sombríos de las pensiones viejas, sitiadas ya por pubs tan postmodernos como La Misión, Curé, El Sitio, Límite, Cabra Loca... Al torcer, por la calle de Sant Nicolau, ningún signo recuerda al Porronet, donde servían los mejores capellans de la ciudad y los barretjats más cargados.

Al girar en Montegó, la piedra del convento de les Monjes de la Sang se mantenía intacta, sin que el paso de los siglos pudiera con ella. Tan resistente como el club Mogambo, la barra americana más famosa de Alacant, que se mantuvo abierta hasta el año 2000, con el Dalila y Los Candiles, en la plaça del Carme, reducidos a escombros desde los años ochenta. El Mogambo siempre fue, junto a La Gata Negra, el antro de perdición con más solera del antiguo barrio chino, un lugar prohibido y misterioso para los estudiantes de principios de los sesenta; en cuyas calles, los bares canallas se emparentaban con los clubs de alterne mientras corría la juerga en los mesones «typical spanish» para turistas de sol y playa, con su marcha rumbera en faralaes, sus tunas y sus inevitables referencias al toro que mató a Manolete.

Es fácil que aquella primera visión resucite al pisar los adoquines vencedores del asfalto, y al divisar la fachada del convento o los rótulos supervivientes del Mogambo, en la confluencia de Sant Agustí con Montegó. Donde antaño estuvo el mesón Sin Problemas, se alzó después un pub llamado Makoki, como el antihéroe frenopático del comic, y en su espacio rehabilitado, hoy es posible asistir a un espectáculo de boys en un nuevo local de colores nocturnos.

La zona fue famosa en otro tiempo con consignas como aquella que decía: «La virginidad produce cáncer. ¡Vacúnate! Casa de vacunación: Sin Problemas y alrededores». El Sin Problemas fue un mesón emblemático y sinuoso donde, tras pasar junto a una barra estrecha, se descendía a un sótano sombrío. Su mobiliario consistía en mesas y taburetes de madera rústica barnizada; el vino se servía en jarras de barro con el nombre grabado y las paredes estaban decoradas con horcas de campesinos, cencerros, ristras de ajos y trozos de jamón expuestos como si se tratara de una declaración de principios.

Allí se iba a cantar en grupos, a beber vino y cerveza en litronas -antes de que se llamaran así- mientras se hablaba mucho y los más listos trataban de meter mano, apelmazados en un desmadre sudoroso. Era el Sin Problemas un poco más pérfido que los mesones de la calle Llauradors -entonces General Sanjurjo-, pero no demasiado.

Reducidos al recuerdo, o convertidos en simples solares pendientes de construcción, vale la pena hacer el inventario de aquellos antros previos al disco bar, anteriores al pub autóctono. Allí estaban: El Coso, donde se reunían los estudiantes más progres de la pre-democracia; Labradores, uno de los últimos en morir; El Mesón del Pollo, en cuyo local está instalado ahora el Archivo Municipal; El Coscorrón, donde al entrar se dejaban la frente los más borrachos; la Peña Santacrucina, sobre cuyas ruinas erigieron el disco bar Yerbeta. Y más arriba, ya en Santa Creu, y a pocos metros del bar Luis, El Loro, en la esquina del carrer del Carme con Pere Sebastià, incomparable en las noches de verano...

Aunque el tiempo ha cambiado aquellos antros de nombre y de dueños, y el disco bar ensordecedor ocupa el lugar de los pubs donde antaño, armónicamente, cabía la charla, el flirteo, el virtuosismo de Supertramp, el jazz-rock de Weather Report, Sisa, Pau Riba o el pasodoble Amparito Roca en versión de la Orquesta Platería, el Barrio es uno de los paisajes favoritos de los jóvenes de entonces, que ya han pasado de la cuarentena, entre mistelas y plis-plais. El Barrio ha soportado todos los embates de los años difíciles, los últimos estertores de la Dictadura y la ingenua marcha transicional de unos jóvenes politizados, radicales y con el corazón siempre a la izquierda. Hoy, aquellos mismos jóvenes, ya maduritos, siguen frecuentando establecimientos como Jamboree, Armstrong y La Naia, local ya desaparecido donde fueron frecuentes las tertulias sobre literatura catalana y los recitales de poemas en la nostra llengua.

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