El caso ocurrió el día en que Paquillo llegó a casa y entró como la perdiz en época de incubación: trastabillón, encorvado, de medio lado y "con el ala caída". Dolores le esperaba semitumbada en el sofá, como de costumbre. Paquillo la miró de soslayo, con las pupilas brillantes, los mofletes sonrosados y el flequillo por la frente se acercó a ella y cariñosamente la saludó.
—¡Hola!
Dolores torció la comisura, arrugó el morro, le miró a los ojos y, dijo:
—Bienes tarde y cargadito, eh.
Paquillo bamboleaba, buscó acomodo junto a ella y le narró los sucesos que ingratamente le acaecieran por envidia y malestar entre sus propias amistades. A Paquillo le costaba mantener su propia equidad lingüística, así como la cabeza en alto y ensimismaba sobre su propio pecho, mientras tanto, Dolores reanudaba en los reproches.
—Tú ya sabías que Juanito andaba de egoísta e interesado por estos andurriales dejados de la mano de Dios —y proseguía—. Aunque no querías caer del burro, eh. Y lo malo es que hay cosas de Juanito que aún no conoces. Cosas graves que antes no te quise contar, o no se dio el momento propicio porque tú y yo nos vemos menos que las golondrinas y los zorzales...
—¿De qué cosas me hablas, Dolores…?
—De cosas graves, muy graves. Aunque mira por dónde, creo que va siendo hora de que sepas con quién tratas, con quién bebes y a quién llamas amigo.
La incógnita que creara Dolores atraía tanto la atención de Paquillo que hasta la semiborrachera dejaba paso a la equidad de un juicio sano.
—Por favor, cariño, sigue que me tienes en ascuas.
—Sabes lo que me contó su mujer el otro día… Isabel me contó que Juanito la humilla y ella se deja doblegar por miedo. Añade que su marido le da trato vejatorio en casa y en la cama, cochinadas incluidas; la obliga por delante y por detrás; la insulta y, ¡Dios qué hijo de puta! La pobre Isabel me enseñó varios hematomas en las piernas, en los pechos y en la espalda…
—¿Qué dices, mujer…?
—¡Lo que oyes, Paquillo! Y son hematomas reales que no provienen de caídas... Aunque para que tú veas cómo somos las mujeres, y hasta qué punto defendemos al marido, ella le dijo a don Antonio, el médico, que resbaló en los peldaños de la escalera, trastabilló y rodó hasta el rellano.
—Joder, cariño, me dejas de piedra… ¿Y ella lo va contando por ahí, sin denunciarlo a las autoridades, y así, como anécdota de calle…?
—¡Sí Paquillo. Ella dice que si lo denuncia destroza la unidad familiar y pone en peligro la estabilidad económica de su hogar. Aunque a mí sí me dijo que los hematomas provenían de los garrotazos que en la intimidad le suelta el condenado…
—Joder con Juanito. —dijo Paquillo y prosiguió con su propia exposición— Juanito dice que su coche está destartalado y no lo lleva al campo por si nos deja tirados y tenemos que volver andando.
—¡Excusas y sólo excusas, Paquillo! Juanito no lo expone a los caminos para preservarlo de maltrato o suciedad. Y bien que hace, mientras haya ingenuos como tú y como Carmelo...
—No, nena, no es ingenuidad, aunque a veces me cuesta entender a gentes que te llaman amigo y te exprimen como al limón y con falsas gesticulaciones te picotean como los buitres a la carroña.
—Ya lo entenderás, ya... El día que te atrape el guarda o la Guardia Civil y tú solito te veas enfrentado a la sanción... Aquellos a quiénes llamas amigos olerán el peligro y te dejarán más colgado y más enjuto que el viento de primavera al chorizo de la matanza otoñal.
—No, mi vida, no… Eso no lo creo yo...
—¿Qué no…? Paquillo, si a esos se les presenta la ocasión te cargarán el mochuelo para ellos salir ilesos... Y lo que más temo… —Dolores enterneció con su Paquillo—. Lo que más temo es el daño que podrían causar a tu conciencia de bonachón.
—¡Creo que te has pasado un rato…! ¡Los mides a todos con la misma vara de la sinrazón y a mí me tomas por tonto...! Y aunque Juanito pueda ser interesado y egoísta, Carmelo es mi mejor amigo… Y te advierto que yo no estoy tan borracho como tú piensas y que Carmelo tampoco está de acuerdo con el actuar egoísta de Juanito, ni mucho menos.
—Sí, Paquillo, sí, aunque tú sigues y seguirás sin caer del burro. Y lo malo es que ya deberías saber que cuando tu amigo Carmelo se bebe dos vasos de más, cosa que es de a diario, igual que tú, no reconoce a la burra ni a sus padres ni a su esposa Maruja ni a los amigos...
—Bueno, defectos tenemos todos…
—Sí, Paquillo, pero aunque Carmelo no sea malo, creo que anda bastante salido y no es de fiar porque mira que tirarle los tejos a la señora Adela, la Mimbrosa…
—¿Qué dices…?
—Lo que oyes, ignorante… Aunque creo que tu ignorancia se debe a que andas desperdigado por las sierras y te pierdes las mayores esencias del cotilleo local. Y mira tú que hay quienes dicen que Carmelo se acostó con ella detrás del cortijo, mientras su esposo, Aristóteles, Barriga triste, el guarda de la finca, limpiaba la ceniza en la chimenea del señorito. Aunque ya me dirás, Paquillo, qué conductas son esas y qué aliciente de conquistador puede cobijar tu amigo, con más de cincuenta años que tiene la pobre mujer...
—Qué dices, mujer… Aunque ya puestos en la trocha de la perdiz creo que lo único cierto y lo que yo puedo creer es que es mentira y más mentira: fábulas de malas lenguas aldeanas...
—¡Fábulas, eh…! Anda Paquillo, dime con quién andas y te diré quién eres y cómo te llamas. Y no olvides que si vas con un cojo y al segundo día no cojeas, al tercero racaneas. Así que lo que tú deberías de hacer es olvidarte de los amigos y pasar más tiempo en tu casa, con tu familia. Tu hijo Damián te necesita, y yo..., yo también, Paquillo.
—Bueno, pero esto que tú me cuentas es otro cantar familiar. En cambio, lo del maltrato, si tú lo expones puedo creer que Juanito le atice a la mujer y la deshonre, cochinadas incluidas… Pero mi vida, no puedo creer que Carmelo se acostara con Adela, la Mimbrosa, y mujer del guarda, Barriga triste, ni una sola vez...
—¡Pues créetelo que es cierto!
—¿No será una injuriosa calumnia más de las malas lenguas…? Cariño, con todo mi respeto a lo natural y humano, esa mujer no es ningún bombón… Ya está pasada en años, las tetas se le juntan con los pellejos que le cuelgan de la barriga y los sobacos los tiene infectados de garrapatas.
—Garrapatas… Y tú… ¿Tú cómo lo sabes?... ¿No te habrás acostado con ella…?
—¡Por Dios, mi vida! Lo sé por los comentarios y nada más. ¿Cómo puedes pensar en algo tan turbio y tan indecente de tu propio marido...? Yo no estoy tan salido como tú dices que está Carmelo, y si lo estuviera, con ese cuerpazo que tú derrochas, que yo acaricio, alabo, disfruto y a más de uno quitaría el hipo...
—Tú y tus zalamerías siempre a pienso revuelto, aunque Paquillo, has de saber que algunos hombres con tal de llenar el agujero y culear un poco no se andan con remilgos, escrúpulos, esteticismos o sentimientos de indecencia...
—Bueno sí, pero tampoco generalicemos...
—Lo mismo llevas razón, Paquillo, aunque yo también sé que en la Viña del Señor cabe de todo y qué quieres que te diga... Además, aquí hay cacao porque dicen que la vieja se las pela con los invitados de don Germán, el señorito.
—¡Coño…! ¡Eso no será real ni creo que pueda ser cierto…!
—Qué no, Paquillo… Pues que sepas y entiendas que también yo escuché el comentario de que el pícaro de don Germán envía al guarda a recorrer la finca para que ella pueda alegrarles la vista, a él y a sus amigos, en talante de cuerpo semidesnudo, por las zahúrdas y por los alrededores del cortijo.
—¡Mujer…! Yo también escucho cosas, muchas cosas, aunque tampoco vamos a creer todo aquello que los desocupados rumorean... Además, en una aldea, ya se sabe… Aunque por tu propia salvaguarda, hazme caso a mí y acógete al dicho popular: <<de lo que oigas no creas nada y de lo que veas, con tus propios ojos, sólo la mitad>>.
—Sí, creo sí; creo que sería lo mejor... —reconoció Dolores y reanudó—. Lo mismo son rumores o simples comentarios de las malas lenguas y… ¡Ya me dirás si no, Paquillo! ¿Quién en su sano juicio se acostaría con ella? Y no lo digo por odio ni por calumnia, ni siquiera por despecho… Sin embargo, como mujer que soy, sí lo considero anormal y antiestético. A esa señora le faltan la mitad de los dientes; está tuerta del ojo derecho y tiene la nariz partida de una patada que en la juventud le arreara el caballo del patrón, en la cuadra de la finca en que su marido trabajaba.
—Sí, ya lo sé —añadió Paquillo—. Sin embargo, también creo que se merece una digna consideración humana, aunque a la mujer le sobren las carnes flácidas y ande exenta de esteticismo para exhibición de ciertos avatares, también merece respeto y consideración.
—¡Ea claro, eso sí, la dignidad por delante…! Aunque como tú bien dices, a la pobre mujer le cuelgan los pellejos de lo que un día fueran firmes pechos. Además, creo que hace años que las varices le ganaron la batalla a la forma y al color de las propias piernas.
—Ya… Y cuando ríe, Dolores —prosiguió Paquillo—. Cuando ríe le da apariencia al macho cabrío que el señorito guarda en la cuadra del cortijo, al custodio de Vicente, el casero, y de Fernandina, su esposa. Aunque imagino que tú no habrás visto reír a los machos cabríos…
—No, Paquillo no, nunca. ¿Por qué, qué hacen? ¿Cómo ríen?
—Qué cómo ríen: los machos cabríos huelen la orina de la cabra cuando se desparrama por la zona vaginal, levantan la cabeza y sonríen con tantas ganas que parecen carcajadas humanas. Aunque digo yo, Dolores, ¿quién que en su sano juicio se considere pudiera atreverse a oler la vagina de Adela, la Mimbrosa…?
—Cosas peores hacen los hombres, a saber del mundo, del entorno y del momento…
—Joder, Dolores, me has desarmado, ya no sé qué decirte… Pese a ello, presiento que al menos la Mimbrosa se lavará la entrepierna de tarde en tarde, aunque sea más bien poco. Sin embargo, ya me dirás cómo, sin agua potable ni acuíferos por los alrededores del cortijo ni de la finca...
—Tampoco creo que sea necesario un pilar ni un arroyo para un lavado corporal.
—No, pero en Aldea Chica rumorean que la mujer de Aristóteles, Barriga triste: Adela, la Mimbrosa, se lava menos que los gatos... Aunque yo sí sé, y de buena tinta, que los gatos son muy limpios y con la lengua y con las uñas se espulgan y se pulen. Además, sin agua ni acuíferos se asean y se lavan a diario, e incluso le sacan brillo a la pelambrera que les cubre.
—Ya, pero aunque Adela no sea gata, e incluso a pesar de las malas lenguas, yo creo que al menos se lavará con agua del cántaro, el jabón casero y algún chorreón en la zafa.
—Es posible, aunque también presiento que a la mujer de Aristóteles, Barriga triste, a la Mimbrosa, le ha de oler el ombligo a jaramago y la entrepierna a bacalao. Sin embargo, lo que no puedo entender son los rumores que circulan por la aldea y que tú bien conoces...
—Bueno, sí, pero también yo presiento que no ha de ser fácil aquello de asimilar el contenido de tan abrumadores comentarios. Aunque tampoco creo en aquello de acogerse al dicho popular: cuando el río suena, agua o piedras lleva…
—Pues aquí hay quienes dicen que la vieja hace de concubina en las cacerías, como la juvenil Luisita la del club La Santa Petra. Además, añaden que la Mimbrosa le pega al tintorro que no veas. Y siguen argumentando que cargadita se saca la blusa y levanta la falda, para divertir a los invitados de Luciano Rodríguez, de don Luis, el boticario y de don Germán, el señorito.
—Eso sí… Eso sí ha llegado a mis oídos, y qué más quieres que te diga... Aunque la verdad, Paquillo, lo que la Mimbrosa haga o deje de hacer, a mí no me interesa en absoluto.
—Ni a mí tampoco, cariño.
—¿Entonces tú no sientes morbo cuando escuchas esas cosillas tan picantes y así, a lo despelotado…?
—Mujer…, un poco sí, pero eso, un poco, sin llegar a salirme de lo normal....
—Hay que ver como somos los humanos, Paquillo, aunque por mucho que se rumoreen y se desmientan estas y otras cosillas, a las mujeres siempre nos quedará la duda… Pero bueno, digo yo que lo que Adela haga o deje de hacer tampoco tendrá que ver con los escenarios de estriptís ni con las pases de modelos en bragas, tangas o sujetador...
Por Agustín Conchilla