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jueves, 14 de enero de 2010

Camus después de Camu

Camus después de Camus
Por Rolando Gabrielli en CIUDAD LETRALIA

No ser amado es una simple desventura.
La verdadera desgracia es no saber amar.

Albert Camu
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Hablar de Albert Camus, 50 años después de su muerte, puede resultar casi una arrogancia y ciertamente, de alguna manera, no sabemos qué pensaría este sobreviviente de sí mismo hasta los 46 años, y de la literatura, hasta nuestros días. Es difícil encasillar al autor de El extranjero, una obra que leí un verano sin tiempo en Santiago de Chile, cuando veíamos aún la cordillera y sus nieves eternas. Su hija Catherine, pienso, encontró la frase para definir a un intelectual indefinible: recordarlo como un escritor. Sus hijos gemelos se han opuesto a que el presidente Nicolás Sarkozy traslade los restos de su padre al Panteón de Francia, donde yacen figuras que han marcado la historia de ese país europeo. Piensan que Camus se sentiría incómodo o no a gusto, en el mejor de los casos. Ciertamente, Camus dijo que se lamentaba de haber perdido años en París. ¿Por qué entonces Sarkozy, que se considera un gran lector del autor de La peste, quiere trasladar sus restos del sur de Francia, donde el propio Camus decidió pasar la eternidad?

Los gobiernos suelen a veces incorporar tácitamente a su mandato, a escritores, intelectuales, figuras relevantes, que otorgan una distinción a sus actos en ese momento de la historia y que podrían arropar la filosofía de su norte.

Humanista, filósofo de las grandes preguntas, narrador de una época del horror, “enemigo de las ideologías”, “la voz de los sin voz”, autor esencial en medio de las dos feroces guerras, la mundial y la de independencia de Argelia, su patria de nacimiento. Camus pareciera también un extranjero de sí mismo, alguien que no entró en el juego de los espejos que reflejan la realidad. Combatió en la Resistencia francesa contra los nazis y fue el director del mítico diario Combat. Abandonó el Partido Comunista. Camus destinó su vida a ser Camus.

Esta manía de calificar y encasillar, dejémosla para los críticos, profesores, académicos, los dueños de una retórica perfecta. Camus es hijo de su propia mochila vivida desde su miserable infancia, hijo de mujer española casi sorda y analfabeta y de un padre francés, peón agrícola, vivió la pobreza en un barrio argelino en tiempos de la colonia francesa. Quedó huérfano de padre a poco de nacer. Y su madre, a quien adoraba por encima de cualquier otra razón, le rodeó de silencio.

A veces pienso, sin referirme a su obra, que Camus escogió su libertad personal y escribió porque la humanidad pesa demasiado en la conciencia de un hombre. De Camus sabemos de una amistad en principio con el Pope Sartre y después desavenencias políticas, “filosóficas”, puntos de vista encontrados, corrientes contrarias, visiones políticas con diferentes ópticas y adhesiones distintas. Camus y Sartre tomaron caminos diferentes. Que la historia se encargue de ponerlos en su lugar. ¿Filósofo-escritor, escritor-filósofo? Léanlo y me dicen. A veces son válidas las citas de los autores para reconocerse a sí mismos. Y Camus cita a Pascal: No se muestra la grandeza por estar en un extremo, sino tocando los dos a la vez.

Aunque murió joven a los 46 años, ya Premio Nobel de Literatura (Sartre rechazaría el lauro sueco) producto de un accidente automovilístico, dejó una apreciable obra: novela, ensayos, teatro, crónicas. El Extranjero, El mito de Sísifo, Calígula, La peste, El hombre rebelde, Estado de sitio y El primer hombre, libro póstumo inconcluso, entre otros.

Camus nos entrega sus dudas, fragilidades, grandes interrogantes y respuestas, las que él considera que son las verdaderas quizás o aproximaciones al gran iceberg de la duda. Camus solía escribir y hacer afirmaciones como esta: “El siglo XVII fue el siglo de las matemáticas; el XVIII, el de las ciencias físicas; el XIX, el de la biología. Nuestro siglo XX es el siglo del miedo”. Y el XXI queda colgando de su propio hilo, por su cuenta, mirando el abismo como si lo fuera abrazar.

Sostenía opiniones como esta, no por su originalidad o profundidad, sino tal vez por lo simple y cotidiano, una manera de buscar la felicidad: “La paz consistiría en amar en silencio. Pero existe la conciencia, y la persona: hay que hablar. Amar se convierte en un infierno”.

Camus ya no está hace 50 años. El mundo ha dado varias vueltas al revés y al derecho. Dejó un boleto de tren en su bolsillo antes de morir en la carretera. Su destino era otro, no el que escogió en un principio. Y esta nota sobre la banalidad de un presidente de ordenar un nicho a un cementerio oficial, lleno de glamour histórico, para un hombre sencillo que escogió descansar finalmente en el sur de Francia, debe servirnos para recordar al hombre y escritor. Un hijo pobre de la Argelia colonizada, desgarrada, comprometido con la humanidad. Él decía que como hombre amaba la felicidad y como artista le parecía que todavía tenía personajes que hacer vivir sin ayuda de guerras o tribunales. Y miraba hacia el futuro, refiriéndose al presente: los artistas de tiempos pasados podían callarse, al menos ante las tiranías. Las tiranías de hoy se han perfeccionado; no admiten ya el silencio ni la neutralidad. El mundo se fue a la Luna, Marte, está tronando por Júpiter. Un tiempo de muchas cabezas, sin tiempo.

Me gustan personalmente las reflexiones que hace Camus sobre el poeta Arthur Rimbaud, en sus ensayos: El hombre rebelde.

Camus, en su ensayo Surrealismo y revolución, sostiene que Rimbaud fue el poeta de la rebelión sólo en su obra, porque a partir de las cartas de Harrar se constata que el silencio del autor de las Iluminaciones “no es para él una nueva manera de rebelarse”. Camus sostiene que la grandeza de Rimbaud es haber dado a la rebelión el lenguaje más extrañamente justo que haya recibido jamás. El autor de La peste sostiene que para conservar el mito de Rimbaud, el mago, el vidente, hay que ignorar esas cartas decisivas. Por esas misivas que cuentan de su existencia en África, donde un día Rimbaud partió a buscar fortuna y olvidó la poesía, nos enteramos de que el poeta traficó armas y cargaba 8 kilos de oro en un cinturón que le aprisionaba el vientre y que le produjo disentería. Camus comenta que Rimbaud fue deificado por haber renunciado a su propio genio, “como si ese renunciamiento supusiese una virtud sobrehumana”. Para el filósofo, es todo lo contrario: el genio supone una virtud, no la renuncia al genio. Es el más grande poeta de la rebelión cuando insulta y saluda a la belleza, sostiene Camus, y su verdadero genio fue esa contradicción que le mataba, que está retratada en sus dos obras: Una temporada en el infierno e Iluminaciones. Para Camus, las sufrió en un mismo tiempo.

Defraudan las cartas de Harrar, nos deja entrever Camus, cuando un poeta como Rimbaud se armaba contra la justicia y la esperanza, que se secaba gloriosamente al aire del crimen, quiere finalmente casarse con alguien que tenga un porvenir. El paréntesis africano de Rimbaud descoloca al más tolerante de sus biógrafos, al lector más complaciente, por lo que repite Camus y revelan sus cartas de Harrar. El poeta maldito, nos recuerda Camus, no habla más que de su dinero, que quiere ver bien colocado y produciendo rentas regularmente.

Este oráculo fulgurante, como le llama el filósofo, vuelve a encontrar su grandeza postrado en su cama en el puerto de Marsella, en su agonía. Es cuando ya se aproxima su fin “en que la mediocridad del corazón se hace conmovedora”, apunta Camus. “¡Qué desgraciado soy!... ¡Y conmigo tengo dinero que ni siquiera puedo vigilar!”. Son esas horas miserables que le devuelven la grandeza, en opinión de Camus, cuando Rimbaud dice: “¡No, no, ahora me rebelo contra la muerte!”. El joven Rimbaud, agrega, resucita ante el abismo, y con él la rebelión de los tiempos en que la imprecación contra la vida no era más que la desesperación de la muerte. “Entonces es cuando el traficante burgués se junta con el adolescente desgarrado que nosotros hemos amado con apasionamiento”, dice Camus. Le alcanza en el horror y el dolor amargo, añade, donde se encuentran finalmente los hombres que no han sabido saludar la felicidad.

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