ENTREVISTA: Alfonso Guerra
“No soy un personaje, soy una persona”
MARÍA ANTONIA IGLESIAS 25/05/2008
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Su nombre evoca una forma de hacer política. Es el único parlamentario desde 1977 en el Congreso, y lo ha sido todo en su partido, el PSOE. Desde su escaño sigue dando guerra.
Es el diputado más antiguo de la Cámara, pero quizá sea arriesgado afirmar que sea el más viejo. Sobre todo si se tiene la mala suerte de comprobar que sus colmillos son todavía afilados, si intuye la provocación. Finge dudar que sea el más sabio, aunque se complace en comprobar que su entorno no resiste la comparación (“… cuando veo cuán poco saben muchos que creen saberlo todo…”).
Es Alfonso Guerra. Socialista andaluz de la primera hora, constructor de los cimientos y las vigas de la Constitución, sombra fiel de Felipe González, fustigador implacable del felipismo. Pero, sobre todo, fundador de la obediencia guerrista, de la que renegará siempre, que le divierte tanto provocar la estupefacción de quien le escucha. Porque él sabe que durante mucho tiempo guerrismo y socialismo fueron una misma cosa. Que Alfonso Guerra fue el PSOE y el PSOE fue Alfonso Guerra, mientras Felipe confiaba y se aburría del partido, y dejaba hacer, “que esas cosas internas las lleva Alfonso”, dicen que decía.
Ha estado en el medio de todo lo que se ha movido en la política española. En la más grande y en la más pequeña, en la de los grandes consensos y en la pelea a muerte con la derecha. Una derecha que le soplaba el aliento en el cogote y que supo esperar su caída. La misma derecha que ahora le alaba y le busca como referente de una España que resiste las turbulencias de los tiempos nuevos del nuevo socialismo. Las malas lenguas dicen que él “se deja”, aunque asegure que detesta ese momento, que él ha conocido tan bien en sus tiempos de poder y temor.
Jacobino confeso, mártir de aquella renovación del PSOE de aquellos economistas que hablaban inglés, víctima de sí mismo, amado hasta el fanatismo por gentes de pelo en pecho, odiado por sus temblorosos enemigos, Alfonso Guerra lo fue todo. Dueño del partido y de medio Gobierno, controlador de los votos más decisivos de la última historia del poder del PSOE, incluida la de Zapatero. Todo, lo fue todo, lo controló todo. Todo menos lo que más le importaba, la clave del futuro de entonces: la sucesión de Felipe González. Quizá por todo eso, hoy sólo le queda el poder que se mide en los centímetros que mide su escaño. Una medida en verdad pequeña, desde donde Alfonso Guerra observa cómo la política de las grandes cosas se va reduciendo sin remedio.
Nadie, nunca, ha conseguido quitarle la máscara a su personaje, ese otro que él interpreta de forma magistral. Ni siquiera aquella quinta columna de su propio partido que, finalmente, le dobló. Porque la máscara va pegada a su piel, incluso de noche. Por eso resulta difícil percibir las heridas. O no tan difícil.
Me imagino que después de treinta años de vida parlamentaria a sus espaldas, algo habrá aprendido, ¿no? Naturalmente, he aprendido muchas cosas. En el ámbito de la vida política y en el de las relaciones con las personas. Estoy absolutamente seguro de que he sufrido un proceso de incremento de la tolerancia. Cada día me cuesta menos esfuerzo colocarme en la posición del otro, de entender. Creo que en estos treinta años he pasado de la actitud de juzgar mucho a intentar comprender más; me interesa menos el juicio y más la comprensión de las circunstancias políticas y de las personales, incluso. Y en política he aprendido muchísimo. Son muchas cosas las que uno ha podido ver y vivir en todo este tiempo.
Le faltaba por ver y vivir algo tan singular como oír a José Bono dirigirle, desde la Presidencia de la Cámara, aquellas encendidas frases de elogio a su persona y a su trayectoria. Desde su escaño, usted se sonreía. Y yo hubiera dado algo por saber qué pensaba. Si aquel personaje le parecía sincero o si por debajo de las palabras oía usted el silbido de la serpiente. En esa sesión hice alguna reflexión. Allí estaban tres de las cuatro personas que se habían disputado el liderazgo del PSOE: Zapatero, Bono y Rosa Díez; sólo faltaba Matilde Fernández. Y me resultaba inevitable reflexionar sobre cuántos caminos tan diversos ha tenido que recorrer en los últimos tiempos un partido que ha sido tan sólido. En cuanto a aquellos elogios que me estaba haciendo Bono… Mi sonrisa de aquel momento era porque estaba pensando: “Realmente es largo el personaje”. Lo pensaba en el sentido de que tiene largueza, porque la verdad es que no estaba obligado a hacer aquello que estaba haciendo. Él llega allí, a ese puesto, el primer día e intenta lanzar cables en todas las direcciones. Creo que aquello estaba perfectamente medido, con mucha largura, pero quizá también pensando en “bueno, busquemos la paz aquí”. Dice la gente que cuando se llega a una edad se quiere buscar la paz con todos con los que se han tenido problemas y, bueno, pudo haber también algo de eso. Pero que aquello estaba medido, seguro. Lo de buscar la paz es probable.
Pero aquel cambio de Bono desde la fidelidad incondicional a la enemistad encarnizada… Usted siempre ha hecho de Alfonso Guerra, el personaje curtido en las batallas políticas, pero no sé si heridas como aquélla, tan profundas, se le han secado ya. Siempre que alguien me ha hecho preguntas sobre si tal amigo me traicionó o no, he dicho: “La traición en el amigo no cabe, es imposible”. Puede haber simulación, en el sentido de que alguien ha podido simular que estaba cerca de mí y no lo estaba. Pero le aseguro que yo no tengo ninguna cicatriz de ninguna herida, tampoco de aquella circunstancia. Mi vida ha estado organizada por dos principios. De rodillas, nunca, y no hay nadie que consiga introducir en mi corazón ni un gramo de amargura, porque con amargura no se puede vivir. Las cosas más terribles se me olvidan, aunque tenga muy buena me¬moria.
Pues yo no le creo. Pienso que su forma de venganza es precisamente ese gesto de magnanimidad, cargada de desprecio, que desconcierta al otro, al objeto de su desmemoria. Pues créame, la venganza verdaderamente gratificante es la que ejerce otro, sin que usted tenga ninguna intervención. Ésa es la venganza verdadera, porque no mancha.
Pero usted siempre ha sabido esperar. También mantuvo una abierta distancia, una confrontación muy dura con los sectores del partido que le hicieron frente. O fueron ellos los que se confrontaron conmigo. Lo que sostengo es que la dictadura deformó la aplicación de la vida política a la realidad. De manera que como en la dictadura todo el que no se sometiera era considerado un peligroso rojo de izquierdas, pues expulsó a algunos de sectores conservadores hacia la izquierda. Y ahí puedo citar a Boyer, Solchaga, Tamames…Uno acaba en el Partido Comunista; otros, en el Partido Socialista. Pienso que éstos eran los que en una sociedad como Francia, como Inglaterra, habrían representado una derecha moderna. Pero, claro, la dictadura los lanzó hacia donde no les correspondía. Y al final todo acaba volviendo a su sitio, como es natural.
O no. Porque usted tuvo todo el poder en el partido y, en buena parte del Gobierno, mucha gente lo veía como algo natural, y luego lo perdió todo. Siempre he querido saber cómo se sintió entonces. Y cómo se siente ahora en una situación en la que la adulación de Bono es gratuita porque usted ya no puede darle ni quitarle nada, porque está usted desnudo de poder. No he tenido tanto poder como usted dice. Ése es un cliché, pero que no responde a la realidad. A lo mejor me daban un cierto poder las personas que creían que tenía tanto poder, pero no lo tenía. Y, además, no lo he ejercido. No he tomado nunca decisiones para afirmar un poder, he hecho lo que creía que tenía que hacer. Tengo una ventaja, que es un inconveniente en sí mismo: los demás interpretan que yo hablo muy seguro de lo que digo. Y no es verdad, tengo muchas dudas. Y me hace mucha gracia porque ha habido gente que ha reaccionado interpretando que yo le he incitado a hacer eso que estaba haciendo cuando yo no sabía ni que lo estaba haciendo. Como aquella historia de las gafas, de la que yo me enteré al cabo del tiempo. Resulta que cuando yo me quitaba las gafas era la señal de que el que estaba conmigo tenía que marcharse. Yo no lo sabía, pero cuando me lo dijeron, pues lo utilizas.
Pero lo cierto es que en la memoria de mucha gente ha quedado la idea de que usted ejerció el poder con mano de hierro, que fue durísimo con la disidencia interna, que dejó un armario lleno de cadáveres. No es verdad. En el partido, cuando he tenido responsabilidades, ¿he creído que la disciplina era un elemento importante? ¡Desde luego!, y lo sigo sosteniendo. El sistema democrático está perfectamente definido: se expresan con libertad todos, se acuerda por mayoría cuál es la posición y la minoría puede intentar cambiar esa posición, pero tiene que cumplir con la posición de la mayoría. Ahora bien, eso se ha utilizado por determinadas gentes que decían: “Es que es muy férreo”. Y llegan unos que dicen de sí mismos que van a renovar todo y afirman: “No, no, esto es una cosa férrea, esto es una imposición, hagamos algo con los cargos, hagamos primarias”. Y cuando llegan a estar en el poder, quitan las primarias. ¿En qué quedamos? ¡No, hombre, no!
¡A lo mejor es que nunca hubo ‘guerrismo’! Por supuesto que el guerrismo nunca existió. Ahora, que yo soy referente para muchas personas, sin duda que es cierto, y de eso me siento orgullosísimo. Además, lo soy para gente sencilla que creen que les represento a ellos más de lo que les puedo representar. Eso es algo extraordinario.
Le preguntaba antes cómo se siente usted que lo ha tenido todo, cómo se siente ahora, tan desnudo de poder como está. Pues exactamente igual que me sentía entonces. Yo la capa pluvial no la he llevado nunca.
Pero debe de ser muy duro saber que ya no decide, que ya no cuentan con usted. En absoluto. Tengo una capacidad de influir en la sociedad española equis. Pero me siento igual de útil o de inútil que hace veinticinco o treinta años. Quizá sea más útil porque cuando uno ve que mis posiciones son acogidas desde la derecha y desde la izquierda… Yo recibo cartas de gente que me dice que cuando me ven en el Parlamento ahora les da confianza.
Usted es consciente de que cuando tenía todo el poder despertaba mucho miedo en los sectores que no le eran fieles, entre los renovadores. ¿Miedo? En una docena de personas puede ser. Pero también ha sido un tópico perfectamente elaborado, organizado por la derecha que decide en una reunión de responsables de siete bancos, en algún Consejo de Administración importante. Mire, el anuncio que hizo Felipe González en 1989, en contra de mi criterio, de que ya no se iba a presentar más generó una aceleración de tensiones en torno a lo que iba a suceder en el futuro. Y todo lo que ven es que “la piedra que impedirá que el PSOE se incline hacia las posiciones que les interesan se llama Alfonso Guerra”. Y es ahí donde comienza toda una estrategia.
¿Está sugiriendo que hubo una estrategia de eliminación contra usted para que no siguiera siendo el poder del PSOE? De eliminación política, claro, no de otra índole. ¿Es que cabe alguna duda de eso? El que no lo vea es que no quiere verlo.
Dígame personajes, fechas, circunstancias de esa trama. No he dicho trama; trama es una cosa diferente. Pero sí que hay reuniones en las que se trata el tema, reuniones de directores de bancos, Consejos de Administración muy importantes, de grupos muy importantes, en los que se trata el tema y más de una vez.
Pero a estas alturas puede dar nombres y apellidos concretos, puede decir… A estas alturas puedo decir lo que quiero. No quiero entrar en una batalla de desmentidos que no nos llevarían a ninguna parte.
Pero lo que sí es cierto es que su nombre y su personalidad estarán siempre unidos a la leyenda del miedo que usted inspiraba en el interior de su partido. Del temor que pudieron sentir una media docena de personas, ya le he dicho que sí. Ellos sabrán decirle por qué.
Cuenta el hoy presidente del partido, Manuel Chaves, cómo recién aterrizado en Sevilla, como candidato a la Junta de Andalucía, con el ‘caso Juan Guerra’ encima, usted le conminó a elegir entre la fidelidad a Felipe o a usted mismo. Yo no tuve esa conversación jamás con Manuel Chaves. Eso es mentira.
Pues él lo ha contado, me lo ha contado. ¿Que él lo ha dicho? Pues si lo ha dicho, ha mentido. Yo nunca he puesto a nadie en la disyuntiva de elegir entre tal o cual. Yo tengo mis ideas, que son pocas, pero que mantengo con mucha convicción y no están ligadas a personas, ni a mí mismo, ni a los demás tampoco. Tengo la conciencia clara de que la vida es muy corta. ¿Para qué envenenarla? Ya le he dicho que pretendo vivir sin rencores, sin sombras de inquietud.
Quizá sería de otra naturaleza bien distinta, pero me gustaría saber si la Constitución hoy vigente le produjo alguna sombra de inquietud, tal y como al final quedó redactada. Sobre todo en los incipientes riesgos soberanistas. Nosotros creímos resolver el tema para siempre. ¿Fuimos ingenuos? Desde luego, no tuvimos en cuenta un fenómeno que se ha producido al construir el Estado de las comunidades autónomas, que aparecerían unas élites políticas regionales cuya afirmación está siempre en el desafío al poder del Estado. Ese desafío permanente, nosotros no fuimos capaces de verlo, ésa es la verdad. Ahora nos salen los nacionalismos desde todas partes, pero eso no puede poner en cuestión la realidad de España. Lo que hace falta es una reconducción del problema hacia la racionalidad de las cosas.
Reconozca que a usted nunca le gustó, como buen jacobino, ese desmadre de las autonomías. Pero ¿qué dice usted? Si soy uno de los artífices del Estado de las autonomías con Fernando Abril Martorell. Los que dicen que soy españolista y no sé qué, ésos no estarían en los Gobiernos autonómicos si nosotros no hubiéramos hecho la Constitución que hicimos. ¿De qué hablan? Ahora, que eso haya derivado en que se hayan hecho nacionalistas en Murcia, Andalucía, La Rioja… y de todos los partidos. Cuidado, porque aquí no hay ningún partido que pueda lanzar acusaciones contra otro. Se está cambiando ideología por territorios, se ponen de acuerdo los partidos enfrentados para estar frente a los de otro territorio. Y yo no concibo así la creencia política; uno debe tener una solidez en las ideas y, sobre todo, cuidar la democracia, que creo que se está adelgazando. En fin, que yo debo estar muy anticuado porque no quiero una democracia vacía. Y la verdad es que eso de enfundarme en banderas no es lo mío. A mí me interesa la gente.
Supongo que le parecerá especialmente escandaloso que ese cambio de ideología por territorios también se esté produciendo entre los socialistas. Naturalmente. Me preocupa mucho más que ese vaciamiento que les lleva a ese cambio de ideología por el poder en los territorios, pueda producirse entre responsables socialistas. Y la clave está en la aparición de unas élites en las que su falta de altura en la visión de las cosas les lleva, les reduce, a la bandera y al himno.
¿Sabe? Habría dado algo por saber qué pensaba en su fuero interno respecto a ese turbulento proceso que fue el de la España plural de Zapatero, y más concretamente sobre el Estatut de Cataluña. Pues la verdad es que en todo eso yo he sido muy claro. Creo que todo surge cuando el señor Aznar se dedicó a colocar en posición contraria a todo a los nacionalistas, y los nacionalistas les respondieron diciendo: “Vamos a hacer un Estatuto de respuesta”. Y tanto Ibarretxe como Maragall iniciaron un proceso de elaboración de un Estatuto fuera de los márgenes de la Constitución. Y cuando en el año 2004, en lugar de ganar el Partido Popular gana el Partido Socialista, la obligación política y ética de los dos gobernantes habría sido decir: “Meto el Estatuto en un cajón y empiezo a hablar porque éste no es el entorno que me llevó a hacer esto”. No lo hicieron y siguieron como si no hubiera pasado nada. Di la señal de alarma cuando vi los textos y percibí que aquello no cabía en la Constitución. Señalé los artículos que había que modificar, y que luego se modificaron, aunque yo habría cambiado otros diez más. Pero no pude, no fue posible.
¿Por qué? Porque yo no decidía. Yo era el presidente de la Comisión Constitucional, pero los diputados votan. Hice la presión que pude y se cambiaron 168 artículos.
Me consta que en el interior del partido todo aquello se vivió con un gran desconcierto y que muchos no entendían hacia dónde conducía aquel empeño. ¿Qué responsabilidad cree usted que tuvo Zapatero en aquella situación tan crítica para el PSOE? La verdad es que aquello fue muy duro para muchos de nosotros. En cuanto a la responsabilidad de Zapatero…Aquella afirmación, en un mitin, de que aceptaría el Estatuto que viniera de Cataluña fue desafortunada, sin duda. Eso alentó la idea de que “aquí, hagamos lo que hagamos, lo van a aprobar”. Como máximo representante del Gobierno de la nación siempre tuvo una responsabilidad, aunque fuera indirecta, en todo aquello.
Y ¿usted cree que él fue consciente de la gravedad de la situación? No lo sé. Desde luego, algunos que tuvimos esa inquietud la comunicamos.
No con mucho éxito. Al final sí, porque el Estatuto que salió no se parece al que llegó. Y tengo que decir, porque es la verdad, que Zapatero me llamó para darme las gracias y felicitarme por mi trabajo.
Un trabajo arduo, sin duda. Supongo que sería un desahogo que usted no se privara del placer de decir “le hemos pasado el cepillo al Estatut”. La verdad es que aquello sentó mal incluso a ‘los suyos’. Fue como echar sal a la herida. Vamos a ver. O sea, que se puede hacer pero no se puede decir. Sería una hipocresía. No dije nada más que lo que habíamos hecho. Lo contrario sería puro fariseísmo.
Alguien le reprochó su afán de protagonismo, de hacer de Alfonso Guerra. Es que algunos son unos pusilánimes. O sea, se pueden cambiar 168 artículos, pero no se puede decir. Si se tiene ética, hay que decirlo. Lo que pasa es que decir lo que dije les estropeaba el negocio a quienes les interesaba decir que no se había cambiado nada. O sea, ¿que me tenía que preo¬cupar más de que algunos no pasaran un mal rato que de que aquí nos trajeran un Estatuto que se escapaba de la Constitución? Yo soy de otra madera. ¡Qué le vamos a hacer!
Me pregunto si no le produjo una cierta repugnancia aquella oleada de halagos que recibió entonces de la derecha y que, según algunos, le complacían. Mire: yo soy una persona que intenta tener conciencia clara de lo que pretenden los unos y los otros. Y sé muy bien cuándo coincidir conmigo es para no coincidir con otro. Ahora, si alguien que es mi adversario político toma el argumento que yo utilizo, ¡evi¬dentemente, no voy a cambiar de argumento! Si la derecha viene al campo en el que yo estoy, será que les he convencido o que les interesa instrumentalizar ese argumento. Y eso de que me complacían porque me daban la razón son bobadas.
Me imagino que ni siquiera en esos momentos de la adulación interesada pudo usted olvidar aquellos otros, cuando era vicepresidente del Gobierno, y esa derecha, que había sabido esperar, se pudo cobrar la pieza. Me estoy refiriendo a aquella comparecencia suya sobre el caso de su hermano Juan que resultó ser un juego de niños comparado con… ¿Juego de niños, dice? De juego de niños nada. Fueron 18 procesos y ni una sola condena. ¡Vaya con el juego de niños!
Quería decir que aquello fue nada comparado con todo lo que vino después con la corrupción. Lo que le planteo es una reflexión sobre algo que muchos recordamos como doloroso. Porque fue la primera vez que le vimos desarmado. Pues no se enteró, no se enteró.
¿Por qué? Porque la derecha no pudo conmigo. Si no hay quinta columna, no sucede lo que sucede. Ya he dicho bastante y no digo más.
Pero quizá lo de esa quinta columna explique muchas cosas. Porque lo cierto es que Felipe González lo defendió apasionadamente, pero luego lo dejó caer y su relación se disolvió como un azucarillo en el agua. ¿Por qué cree usted que cambió Felipe? No sé. Quizá por eso que llaman el abrazo aristocrático. Y luego, que la gente que rodea a los dirigentes políticos comete el error de no decirles no a nada y llega un momento en el que te confundes, claro. Un personaje como Fidel Castro, que era la representación de la ruptura hacia la bondad cuando hace la revolución en Cuba, se pasa cuarenta años con un grupo de gente que le dicen “eres guapo, eres listo”, pues al final acaba mal. Y es que la gente que actúa así, por muy inteligente que sea, termina perdiendo el norte de sus propias ideas.
¿Usted cree que a Felipe le pasó algo de eso, que no quería oír lo que usted le decía? No sé si eso sucedió así. Creo que al final mi voz era una voz no grata. Es más grato que te digan sí a todo. Y yo no lo entendí así. Quizá porque soy una rara avis, porque acepto muy mal la adulación. Me irrita profundamente.
Dígame hasta qué punto le han irritado algunas cosas de Zapatero, su política territorial, por ejemplo. Hay gente que piensa que ha estado jugando con las cosas de comer. Sí, es verdad que hay gente que lo piensa. Creo que él hace su papel, las generaciones tienen derecho a poner en pie su propio proyecto. La verdad es que yo he hablado con él sobre política territorial, le he dado mi punto de vista y, al final, el resultado es que hemos logrado arreglar lo que se había desarreglado.
¿Usted cree que ha aprendido después de una experiencia tan traumática de cara al futuro? Creo que, inevitablemente, habrá tenido que aprender. Mire, cuando él llega en el año 2004 al Parlamento con su discurso de investidura dice que quiere cambiar la Constitución. Inmediatamente yo dije: “No se va a cambiar”. Algunos de los suyos se revolvieron contra mí y yo insistí diciendo que le faltaban votos. Y ahora esa idea de cambiar la Constitución ya no la ha llevado al discurso de investidura. Todos aprendemos.
¿Habrá aprendido también en la cuestión del terrorismo? Bueno. Quizá ahí la publicidad fue excesiva. Yo creo que esas cosas hay que hacerlas con mucha discreción. Vamos, en secreto.
Recuerdo un pleno en el que Zapatero informaba sobre la cuestión de la negociación y todo el Grupo Socialista le aplaudió. Usted no. Yo no soy muy aplaudidor. Pero le diré que al presidente del Gobierno le he dicho que no se negocia con los terroristas en la plaza pública. Porque no sale. Y cuando además tienes a una oposición en una actitud completamente cafre, pues no es posible.
Ha sobrevivido usted a casi todo en la vida política. No sé si esa máscara que lleva de su propio personaje, que le protege, se la quitará para dormir o ni siquiera. No soy un personaje. Soy una persona y, además, bastante sencilla. Pero soy duro. Soy como esos cristales que son frágiles pero duros. Son muy resistentes y les ponen peso y peso y aguantan, pero a lo mejor les das así y los rompes. Y, en fin, sé que hay cuatrocientas mil personas en España que se han sentido muy dolidas por mi manera de hablar. Pero también sé que hay unos cuantos millones de personas que han sentido que el corazón se les disparaba con mis palabras.
Si usted tuviera que valorar lo más serio, lo más sólido que ha hecho en estos treinta años, ¿qué señalaría por encima de cualquier otra cosa? Lo más importante que he hecho, sin duda, en mi vida política es contribuir a elaborar la Constitución. Porque era cerrar un capítulo de dos siglos, era un armisticio final de una guerra de doscientos años. Pero hay algo más importante que yo he hecho en mi vida, aunque no tiene nada que ver con la política.
¿Qué es? Sin duda alguna, mis hijos.