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jueves, 20 de marzo de 2008

MIGUEL HERNÁNDEZ EN MI POESÍA


Roberto Manzano

La poesía de Miguel Hernández ejerció una poderosa influencia en mi formación poética. Apenas salido de la adolescencia entré en contacto con su obra, que leí con voracidad y delectación. Su poesía se encontraba en las direcciones estilísticas y cosmovisivas que yo soñaba para mi obra personal, que ya había comenzado a delinearse en mí hacia la búsqueda de un lirismo natural, de alta elaboración subjetiva, complejo en pensamientos del mundo. Volvía diariamente a sus páginas, queriendo apresar aquellos dinámicos incendios verbales, las duraciones sonoras y luminosas de sus ideas, en las que con una sabiduría vertiginosa se tornaban pólvora de imaginación la autenticidad de lo popular y la cincelada opulencia de lo culto. Salté de inmediato de sus versos a su biografía, acumulé noticias sobre su destino relampagueante.

Claro está, no sólo bajo una influencia autoral se configura una perspectiva estética. Muchos otros grandes autores, de diversos estilos y temáticas, engrosaban mi joven núcleo poético que, por estar en formación, se enriquecía desde todas partes. Pero he de reconocer que la poesía del excepcional poeta de Orihuela, aún hoy no medido en toda su grandeza, me resultaba atractiva por muchas razones y volvía a ella con una frecuencia tan alta como la que empleaba en leer a Martí, a Whitman, a César Vallejo, a López Velarde, a Nicolás Guillén, a Rabindranath Tagore, a Saint John Perse…De todos tomaba espigas para mi atado, varas de granado para el haz que añoraba aglutinar y entregar al mundo. La más elevada belleza y el sentido humanístico más profundo me alcanzaban diariamente a través de sus páginas, giraban en el vórtice de mi hambre de lecturas sin fin que caracteriza a toda adolescencia o primera juventud de un escritor.

En una época en que los poetas más recientes leían con idolatría a los exterioristas, a los más bulliciosos antipoetas, en que daban como supremo para la enunciación lírica el tono mesurado del coloquio y las oficinas, en que se desvivían con los titulares y los heterónimos, con la poesía norteamericana de tan subido tono conversacional, en que amaban la inmediatez directa de la expresión y rendían culto a lo ingenioso como una de las más altas categorías estéticas, mis predilecciones de lectura marchaban a contracorriente: se dirigían sobre todo a los clásicos españoles, latinoamericanos y cubanos, cuyas páginas visitaba con fascinación y enorme espíritu de asimilación. No quería escribir según la norma que circulaba, y buscaba maestros dentro del caudal clásico.

Mis orígenes literarios se caracterizaron por un peculiar rasgo: fui de lo popular a lo culto, de lo anónimo a lo autoral. Comprendí desde temprano la evolución natural de la literatura. Pasé de la décima interpretada o improvisada por mis parientes a las escritas por el Cucalambé y Miguel Hernández. Crucé de la novela popular en décimas, de base radial, que los miembros de mi familia sabían de memoria y yo les escuchaba arrobado, a los extensos poemas románticos cubanos de carácter novelesco, los relatos en romance de Antonio Machado, las leyendas siboneyistas del Cucalambé, las coplas inolvidables de Martín Fierro… Cuando devoré por primera vez el Diario de campaña de José Martí –otra tempranía de importancia copernicana en mi formación- tuve la certeza de que me encontraba ante un poema de configuración superior, polifónico y desembarazado en todos los sentidos. Armonizaba todas las estaciones anteriores de mi conocimiento y proyectaba bien lejos las expectativas que tenía sobre el mundo de la creación.

Del mismo modo fue para mí tremendamente inolvidable contactar con la obra íntegra del pastor de Orihuela. Era absolutamente distinto a lo que estaba en boga en la poesía cubana de entonces, hacia finales de los años sesenta y principios de los setenta. Los poetas de más éxito, que regían ya publicaciones y ganaban concursos, escribían textos desvaídos, desmañados, henchidos de lugares comunes, imitando el coloquio urbano más estandarizado, con una pobreza de imaginación increíble que sustituían con una beligerancia oratoria y con el uso de dos recursos menores que elevaban a instancias supremas: lo irónico y lo ingenioso. Ni un solo poema se levantaba imaginativa o espiritualmente, pues por expresa actitud estética rechazaban como norma todo complejo nivel asociativo.

A principios de los setenta, cuando me incorporé públicamente a la poesía, ejercía la docencia como profesor de secundaria básica y mis primeros años de práctica fueron en la enseñanza de la literatura española. Vocación y profesión se me unían, afortunadamente para mí, y con el entusiasmo de los veinte años me apliqué con fervor al estudio y difusión de mis maestros, entre los cuales se encontraba en uno de los primeros sitios Miguel Hernández. Había muchas afinidades entre su visión de la poesía y la que yo ya estaba configurando para mi creación y mi destino. Existían, incluso, algunas semejanzas de origen y de pequeños detalles de conducta en el medio intelectual que acrecentaban mi simpatía por su obra y su vida.

En su creación poética yo confirmaba mi idea del verso. Gran número de la poesía cubana de aquella época, y mucha de la que aún hoy circula, no usa el verso como dispositivo instrumental. Aunque muchos poetas y críticos conceptúan los renglones que componen los textos como versos libres, no lo son propiamente. Con absoluta racionalidad, estableciendo las pertinencias necesarias, se puede afirmar que ya dejaron de ser versos, por cuanto lo que llamamos verso tiene como base indispensable una opción rítmica, la de asentar su duración y distribución sobre la sílaba, por muy desigual que sea el número de ellas de un renglón a otro. Desde la instauración del coloquialismo en nuestra historia poética se abandonó el verso libre, según mi modesto entender, sustituyendo su uso por el fraseo: un mecanismo de extensión y organización de los renglones sobre la base de los grupos fónicos, según los intereses ideotemáticos del hablante. El coloquialismo más ortodoxo, que no deseaba contaminaciones, huía de las décimas y sonetos, tan populares siempre en nuestra lírica, e incluso del verso libre según lo entendieron los clásicos de nuestra lengua en ambas orillas en la primera mitad del siglo XX. Desde muy joven, siempre tuve clara mi opción estética: cada línea poética debe estar regida por el ritmo, no importa que sea desacostumbrado, o sea de absoluta creación personal, pero ha de haber dentro de los cauces distributivos del discurso una orquestación, visible u oculta, que establezca desde el sustrato mismo de la pieza la atmósfera especial del poema como construcción de la sensibilidad y la imaginación. En eso Miguel Hernández, cuyo saber él había enriquecido en Góngora, aquel otro transformador cuyas revoluciones completas aún no hemos aprendido a valorar, me educaba en el soberano equilibrio que ha de alcanzarse entre las aventuras de la imaginación y la opulenta flexibilidad de nuestra acompasada lengua.

Confirmaba también en su apasionada obra la importancia del lenguaje trópico. Muchos textos, los más beligerantes de las tendencias hegemónicas de la época, insistían en que la metáfora quedaba abolida y cantaban hosanna a los clichés, a los lugares comunes, a las fechas, a los recortes de periódicos, a los giros oratorios, al rengloneo más libérrimo, y veían como una marca de deficiencia artística cualquier presencia dirigida hacia las asociaciones elaboradas o las atmósferas simbólicas. El lenguaje altamente personalizado era visto como un intimismo ya absolutamente desacreditado, como un desenfoque de las circunstancias históricas que rodeaban a los poetas como ciudadanos. Desde Aristóteles se sabe que la poesía trabaja con imágenes, que las imágenes tratadas bajo la impronta emocional y subjetiva adquieren funciones representativas, y que esas funciones representativas son los tropos, la sal misma del discurso lírico. En todo poema siempre hay dos mundos: el mundo presentado, que es aquel al que se refiere directamente el sujeto, y el mundo evocado, que es el que conforma todo el campo de asociaciones que acompaña expresivamente al mundo presentado. Precisamente el lenguaje trópico es la bisagra entre estos dos mundos del poema, y el material del que está constituido su mundo evocado. Cuando el poema marcha, pedestre y cotidiano, sólo dentro de las ringleras del mundo presentado, se adelgaza o anula su mundo evocado, y el poema comienza a alejarse paulatinamente de los predios de la poesía, que exige una multiplicidad de decires, un ancho lexicón del mundo, una expansión de los sentidos y una neutralización de las dicotomías de nuestro pensamiento común. ¡Qué fiesta era para mí, joven deseoso de catar poesía verdadera, y no aquellas declaraciones pálidas y periodísticas de los poemas entonces al uso, leer cualquier soneto de Miguel Hernández, tan rico de mundo presentado y tan jugoso de mundo evocado, y entre ambos mundos qué complejas y armoniosas relaciones de belleza y de sentido!

La lectura de Miguel Hernández en plena juventud me educó profundamente el gusto por la poesía genuina. Me inculcó el imprescindible saber instrumental. Me puso en camino de volver, revisitándolas creadoramente, a mi tradición lírica nacional, latinoamericana, española. Me educó la imaginación para la orquestación de los significados, las armonías de lo compositivo y lo semántico, la explotación más eficiente de los ordenamientos, la fricción voltaica de los léxicos, la elaboración de piezas donde el mundo que se presenta y el mundo que se evoca, en una fusión plasmática, iluminen con vigor los mensajes insondables de la autenticidad humana. Esto es sólo para detenernos en los aspectos puramente poéticos que podían aprenderse en su obra singular y estremecida, porque la lección vital implícita en ella es aún de una ganancia, una expansión y una vigencia sin términos. Aprovecho hoy, para dejar expresada en momento tan oportuno, mi gratitud pública y mi admiración de toda una vida al enorme poeta alicantino, pastor de todas las constelaciones en el firmamento de la Poesía.

20 de enero de 2008

I Jornadas Hernandianas en Cuba 4 a 8 de febrero 2008



Miguel Hernández: el teatro como instrumento de transformación social


Osvaldo Cano

Si algo distingue y apuntala la obra dramática de Miguel Hernández, amén de su incuestionable calidad poética, es justamente su vocación expresa de utilizar al teatro como un instrumento capaz de incidir directamente sobre una sociedad a la que aspiraba transformar. Como se sabe, el vuelco definitivo hacia estos rumbos se produce en 1935 cuando escribe Los hijos de la piedra, texto inspirado en la rebelión protagonizada un año antes por los mineros asturianos. Tal y como advierte certeramente Agustín Sánchez Vidal “ya había empezado aquí a surgir un Miguel Hernández muy distinto, porque la Revolución de Octubre marcó profundamente la conciencia intelectual del país”[1].

En Los hijos de la piedra, recurriendo a una situación dramática similar a la ideada por Lope de Vega en Fuenteovejuna, Hernández enfrenta a un despótico señor contra un pueblo, en un inicio, laborioso y apacible que luego termina sublevándose y ajusticiando al causante directo de sus prolongados sufrimientos. La guerra es la solución que propone el autor ante el clima de injusticia reinante. En el bando de sus simpatías encontramos un pueblo dignificado que transita de la mansedumbre y el conformismo a la violencia. Mas ahora la batalla no se libra solo por el honor mancillado, sino por la necesidad ineludible de defender los intereses de una clase históricamente relegada, la de los trabajadores. En Los hijos de la piedra se verifica un enfrentamiento clasista. En quienes se levantan se opera una paulatina y radical toma de conciencia política que desemboca en una verdadera revolución. El fin que persiguen los personajes hernandianos es alto, lo que los moviliza es la necesidad de alcanzar la anhelada justicia social. Gracias al final abierto el autor rehuye las conclusiones, de hecho las acotaciones sugieren una sangrienta y desigual batalla. Así avizoraba Miguel Hernández el futuro.

Cuando, en 1937, el dramaturgo concibe El labrador de más aire su propósito era mostrar el reverso de la moneda. Si en Los hijos de la piedra el Pastor consigue enardecer a los mineros liderando de este modo el alzamiento, en El labrador… la valiente oposición de Juan frente a un señor también despótico e insensible le acarrea la muerte. La docilidad de los lugareños resulta la causa indirecta del asesinato del héroe y, por añadidura, la prolongación de un estado de onerosa sumisión. La indolencia y la mansedumbre frente a tan fieros enemigos de clase traerán como resultado la prolongación de un orden de cosas adverso e inaceptable. El llamado a la lucha es también claro en esta obra, solo que aquí Hernández opta por develar la angustiosa realidad que aguarda a quienes, bien por resignación, bien por cobardía, eluden la que a su juicio resultaba la única alternativa posible para transformar un mundo injusto y hostil: la guerra.

Mientras que en Los hijos… y El labrador… los propósitos del dramaturgo están encaminados a develar las contradicciones e injusticias de un cosmos que él se propone transformar -y por tal razón convoca a la lucha como única alternativa posible para consumar el cambio-, su Teatro de la guerra (1937) lo escribe en plena contienda. Esa es la causa por la cual renuncia a la parábola e imprime a sus piezas un tono de evidencia y franqueza. Conformado por cuatro obras breves (La cola, Los sentados, El refugiado y El hombrecito) se afilia a lo que se conoce como teatro de agitación y propaganda. En otras palabras que su finalidad está mucho más vinculada con presupuestos ideológicos que artísticos. El propio autor se encarga de dejar sentados cuales son sus fines cuando en la Nota Previa a estos textos afirma: “Una de las maneras mías de luchar, es haber comenzado a cultivar un teatro hiriente y breve: un teatro de guerra”[2]. Más adelante el dramaturgo precisa aún más sus intenciones al apuntar: “Creo que el teatro es un arma magnífica de guerra contra el enemigo de enfrente y contra el enemigo de casa”[3].

Teatro de la guerra, pese a lo que su título pudiera sugerir, no ubica la acción en el campo de batalla sino en la retaguardia. Calles, plazas y pueblos son los escenarios donde discurren los acontecimientos. En La cola, por ejemplo, más que el conflicto trivial entre varias mujeres por ocupar un puesto para adquirir carbón, lo que se somete a discusión es la actitud indolente de estas, pues en medio de tan difíciles circunstancias optan por esconder a esposos e hijos bien lejos del frente. Es precisamente hacia este punto que Miguel Hernández enfila su mirada crítica. A partir de la contrafigura de La Madre, el dramaturgo fustiga esta índole de comportamientos. Este personaje arquetípico y abarcador, pese haber perdido a dos de sus hijos, aboga por la necesidad de seguir enviando hombres al campo de batalla. Por boca de ella Hernández califica de vicioso el comportamiento mezquino e individualista de estas mujeres al cual opone el altruismo de La Madre como actitud ejemplar y paradigmática. En Los sentados un soldado echa en cara a un grupo de habitantes de un pequeño pueblo su parloteo ocioso y aburrido y el “aire de paz envenenada”[4] que allí se respira, mientras muchos pelean o mueren. Sus razones logran sensibilizarlos ganándolos para las filas republicanas. El refugiado carece de un conflicto propiamente dicho. En este apropósito un soldado y un anciano refugiado, que extravío la ruta al pueblo que lo acoge, sostienen una conversación sobre los acontecimientos recientes, las causas de algunas derrotas, la cobardía de unos o el oportunismo de otros. Al final El Combatiente incita a El Refugiado a incorporarse a su regimiento, lo cual es de inmediato aceptado por este último a pesar del obstáculo que representa su edad. El hombrecito describe como una madre se opone a la decisión de su joven hijo de ingresar al Ejército Popular. Entre sus argumentos principales está la extrema juventud de su vástago. A pesar de esto El Hijo se marcha y, luego de la intervención de la Voz del Poeta, La Madre, antes renuente, ahora bruscamente se muestra convencida de lo necesaria y hermosa que resulta esta decisión.

Como puede apreciarse invariablemente el autor contrapone a aquellas actitudes y conductas censurables comportamientos y decisiones ejemplarizantes. O sea, hace escoltar a los vicios sometidos al juicio crítico por su adverso, lo cual entraña, de hecho, la solución al problema planteado. No hay dudas de que sus propósitos son aleccionadores, su interés es convencer y unir, arengar y esclarecer, advertir y guiar, en aras de robustecer las filas republicanas, requisito indispensable para ganar la guerra. La victoria en ella garantizaría la consecución de un orden socioeconómico radicalmente diferente, o lo que es lo mismo utiliza al teatro como un medio para contribuir a alcanzar ese fin.

En un enjundioso y documentado estudio sobre el teatro de Miguel Hernández, realizado por Francisco Javier Díez de Revenga y Mariano de Paco, es analizado el “tremendo descenso de interés”[5] que se opera con estos textos. Lo cierto es que una lectura actual de ellos les da la razón de un modo rotundo. En honor a la verdad aquí la calidad poética y argumental declina drásticamente con respecto a Los hijos… y El labrador…, al tiempo que el autor incurre de nuevo en deslices apreciables en ambas obras. La preferencia por los arquetipos en detrimento de la individualización de los personajes o la sustitución de la acción en presente por la descripción o la noticia se cuentan entre los más notables, a lo que hay que sumar fisuras en la estructura dramática, vínculos con el melodrama, conflictos efímeros, junto a la rudeza y la momentánea vulgarización del lenguaje.

¿Qué valida entonces a esta dramaturgia rauda y breve? Me veo precisado a recordar que el teatro guarda una estrecha relación con el contexto en que es creado y, en medio de las circunstancias en que fueron escritas, estas obras llanas y simples tenían garantizada una comunicación expedita y diáfana con el público al cual iban dirigidas. Al mismo tiempo, en virtud de la premura y actualidad de los temas y problemas abordados constituían un eficaz medio de propaganda. Mientras que Los hijos… y El labrador… son ejemplos de una dramaturgia comprometida, Teatro de la guerra -al igual que Pastor de la muerte- forma parte de una etapa mucho más radical. Teatro de la guerra es el resultado de los imperativos y las exigencias del momento histórico en que fue concebido. Su función fundamental es la de dotar al combatiente, al obrero y al resto del pueblo, de una conciencia política y una perspectiva histórica de la que muchos carecían. En medio de las circunstancias en que fue creado resulta eficiente y útil, dos de los presupuestos fundamentales que, en opinión de José Monleón[6], deben acompañar al teatro de urgencia. A esto hay que sumar su condición de testimonio, de documento nacido al calor de los acontecimientos históricos, animado por un incuestionable espíritu de justicia y verdad.

Más que urgencias estéticas lo que movilizaba a Miguel Hernández en el instante en que creaba su Teatro de la guerra eran prisas políticas. Alentar, reunir a España en una causa común constituían sus fines y apremios más notorios. Adviértase que en estas suerte de apropósitos renuncia a atacar a sus rivales para, en cambio, enfilar su pupila hacia las debilidades propias. Flaquezas, traiciones, cobardías, mezquindades, derrotismo, actitudes estas que proliferaron en medio de la campaña bélica, son sometidas al juicio crítico a partir de conflictos elementales que, invariablemente, desembocan en soluciones ejemplares y dignificantes capaces de sostener en medio de las tribulaciones la esperanza en la victoria. Lo cierto es que el objetivo expreso del autor con estas obras era el de realizar un llamado a la conciencia colectiva, conducir al entendimiento y a la concepción de la guerra como la mejor alternativa ya no para derrotar a los señores, como ocurre en Los hijos de la piedra o El labrador de más aire, sino para defender la república.

Estructurada a partir de episodios que giran en torno a los avatares en que se ve involucrado Pedro, el protagonista, Pastor de la muerte (1937) se asemeja a un mural, a un cuadro vigoroso y poético donde alternan la fiereza del campo de batalla con la placidez e incertidumbre de la retaguardia. Con ella se produce el regreso de Miguel Hernández al drama en verso al que había renunciado en Teatro de la guerra. Sin embargo, ahora despoja a su obra de ese “color local” que constituye un elemento de especial importancia en Los hijos… y El labrador… En Pastor de la muerte el ambiente costumbrista o el apego a la naturaleza ceden el paso a la guerra como tema único y visceral.

Una vez más el autor enfrenta conductas antagónicas en un juego de contrastes encaminado, como es usual en su obra, a difundir virtudes y censurar flaquezas, al tiempo que regresa a situaciones ya exploradas en Teatro de la guerra, abordadas ahora con un notable incremento de la calidad artística. Vuelve sobre el conflicto que vertebra a El hombrecito donde una madre se opone a la decisión de su hijo de partir hacia el frente, pero aquí el tratamiento dramático es mucho más complejo, entre otras cosas porque este constituye solo uno de los sucesos o rupturas del equilibrio que acontecen en el drama y no su totalidad.

Por primera vez, en estos textos cuya temática es la guerra, aparece el bando rival representado por una voz que polemiza con El Cubano, personaje que -como muchos otros de los fabulados por Miguel Hernández- carece de nombre propio, pero que, como se sabe, constituye una clara alusión a nuestro Pablo de la Torriente Brau. Es notorio el tratamiento que Hernández le da a esta criatura. Por ejemplo, en el citado episodio, El Cubano es capaz de llevar el diálogo con su rival de lo soez a lo profundo gracias a la lucidez y agudeza de sus argumentos los cuales revelan, al enemigo invisible, el por qué de la guerra así como la imperdonable ceguera en la que este incurre al abrazar el bando de quienes lo explotan y utilizan. Gracias a su función activa dentro de la trama, El Cubano deviene una de las criaturas mejor trazadas y más capaces a la hora de defender los intereses que movilizaban al dramaturgo. Su madurez y cordura le permiten infundir ánimos a la tropa decaída, o esclarecer cuales son las razones de la necesaria fiereza que debe animar a los combatientes así como zaherir el menguado proceder de la diplomacia ante el cruento conflicto que asolaba a España, entre otras cosas.

Si bien El Cubano descolla gracias a su inteligencia y capacidad de análisis, lo cierto es que Pedro resulta el protagonista absoluto de Pastor de la muerte. Reiteradamente el autor esgrime su arrojo y valentía como argumentos infalibles frente a la vacilación de algunos. Este personaje, cuyas semejanzas con el propio Miguel Hernández son palpables, se erige como paradigma del soldado que demandaban las circunstancias. Su desprendimiento, ética y civismo, así como la hondura de su compromiso con la causa de la república, se ponen de manifiesto no solo cuando realiza heroicas hazañas sino también cuando emprende un fugaz viaje de regreso a su aldea. Visita esta que efectúa no para quedarse sino a modo de despedida en vísperas de una cruel batalla. Allí consigue sensibilizar a madres y novias quejosas de la muerte de los suyos haciéndoles ver la importancia de tal sacrificio. En otras palabras que este invicto titán surgido de la tierra, cual una fuerza elemental y diáfana, resume en sí mismo las más acendradas cualidades del hombre y el soldado que las circunstancias históricas demandaban y en especial los requisitos que el dramaturgo exigía a los combatientes.

Como colofón de Pastor de la muerte Miguel Hernández propone un esperanzado desenlace. Las acotaciones describen un simbólico mapa de España donde pelean soldados rojos y negros a la par que se escucha la Voz del Poeta profiriendo unos versos febriles y hondos. Al final, cuando la voz calla, los rojos arrasan a los negros y la vida renace.

En la ya citada Nota Previa a Teatro de la guerra el dramaturgo advierte: “trato de aclarar la cabeza y el corazón de mi pueblo, sacarlos con bien de los días revueltos, turbios, desordenados, a la luz más serena y humana”[7]. Ese es precisamente el propósito que anima a Pastor de la muerte. Una vez más el autor apela al altruismo y el desinterés de los españoles, mostrando la guerra como vía idónea y única para derrotar a los enemigos del obrero y del labrador. De nuevo es la escena el instrumento que utiliza para aupar, sumar voluntades, realizar un llamado a la conciencia de sus coetáneos. En verdad Pastor de la muerte resulta la continuidad enriquecida de Teatro de la guerra.

Ahora bien, pese al crecimiento evidenciado respecto a sus piezas breves, lo cierto es que el autor retorna a la utilización de varios arquetipos que ahora alternan con personajes mucho mejor construidos, en especial Pedro y El Cubano, reincide en el tono didáctico que caracteriza a Teatro de la guerra, a la vez que prima la arenga, la descripción, la noticia, la valoración de éxitos y flaquezas, sobre la acción dramática. Llena de comentarios, El pastor de la muerte, se detiene constantemente en detalles y anécdotas, a relatar acciones e inventariar batallas y hazañas o a realizar análisis. En buena medida esto se debe, por un lado, a que solo aparece uno de los bandos en pugna mientras el otro permanece ausente, pues apenas se le refiere como una fuerza acechante y hostil, mientras que, por el otro, la causa esta vinculada con la intención proselitista que lo anima y que condiciona su andamiaje.

Como puede apreciarse, luego de este apretado recorrido por la obra dramática de Miguel Hernández, estamos ante un dramaturgo que utilizó de modo consciente y activo al teatro como un instrumento de incitación y propaganda destinado a propiciar radicales transformaciones en la sociedad. Tanto la zona de su obra bautizada como teatro social, en la que se incluyen Los hijos de la piedra y El labrador de más aire, como aquella que ha sido rotulada como Teatro de guerra, que agrupa a Teatro de la guerra y Pastor de la muerte, son en realidad palpables ejemplos de un teatro político debido a su voluntad de participar activamente con los medios que le son propios en el proceso de transformación de la realidad social y, por extensión, del hombre.



[1] Agustín Sánchez Vidal: “Miguel Hernández en la encrucijada”, en Suplementos de Cuadernos para el Diálogo, Madrid 1976, p. 15.

[2] Miguel Hernández: Teatro, Editorial Arte y Literatura, La Habana 1976, p. 11.

[3] Ob. cit., p. 11.

[4] Ob. cit., p. 27.

[5] Francisco Javier Díez de Revenga, Mariano de Paco: El teatro de Miguel Hernández, Sucesores de

Nogués, Murcia, 1981, p. 119.

[6] Ob. cit., p. 182.

[7] Miguel Hernández: Ob. cit., p. 11.

LA CONSAGRACIÓN DE LA PRIMAVERA Y LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA


Leonardo Padura

Cuando en 1978 se produce al fin la esperada publicación de La consagración de la primavera, Alejo Carpentier ha concluido un ambicioso y agónico proceso en el que se ha visto enfrascado por unos quince años, y cuyo propósito fue escribir una obra dedicada exclusivamente al tema de la Revolución, pero esta vez coronada con la apoteosis de una revolución triunfante como colofón argumental de la novela.

El tema de las revoluciones, como se sabe, fue una de las recurrencias de la narrativa del novelista cubano. Desde su primera obra de madurez, El reino de este mundo (1948), dedicada al proceso de ascenso y desintegración de la revolución independentista haitiana, la visión historicista y filosófica de las revoluciones aparece en otras dos de sus novelas capitales: El acoso, de 1956, ubicada en el contexto de la frustrada revolución popular de 1933 que siguió al derrocamiento del dictador cubano Gerardo Machado y, sobre todo, en El siglo de las luces, su gran novela de 1962, también de compleja y dilatada elaboración, y en la cual se introduce en el proceso de la gran revolución burguesa de Francia y sus consecuencias en la América Latina, donde tanto peso tuvo en la gestación de la independencia haitiana y, poco después, en la ruptura de la relación colonial de casi todos los territorios españoles en el Nuevo Mundo.

El hecho de que en esas tres novelas se abordaran procesos revolucionarios que, sin fracasar el todo, quedaron a mayor o menor distancia de los objetivos políticos y sociales que estuvieron en sus principios gestores, provocó que parte de la crítica le achacara al escritor una cierta visión pesimista sobre los destinos revolucionarios, una postura incluso existencialista, y hasta inoportuna políticamente, como ocurrió a raíz de la publicación de El acoso, según la opinión de Juan Marinello. Tal vez esos juicios, el carácter mismo de los fenómenos históricos que reflejó en esas obras y la propia realidad que Carpentier vive en Cuba a partir de 1959, impulsó el interés del escritor por elaborar una novela donde, a una suma de fracasos históricos, siguiera la consumación de una victoria revolucionaria capaz de cambiar, real y radicalmente, un estado de cosas ya inadmisibles en el plano político y social. A ese propósito intrínseco habría que sumar, a mi entender, otra intención que sin duda sustentó y atizó el proyecto novelesco concretado en 1978: la escritura de una novela sobre la Revolución Cubana, quizás la Novela de la Revolución Cubana por la que se había estado clamando, en los medios artísticos y académicos de la isla de esos años, como una ausencia inexplicable, como una necesidad insoslayable para la literatura nacional.

Los agónicos tientos y diferencias entre los que se movió Carpentier para concretar su propósito literario tal vez pueda hacerse patente si seguimos la complicada y por momentos contradictoria gestación de la novela. Como hemos podido rastrear en investigaciones anteriores (1), a lo largo de quince años Carpentier fue dando diversas noticias, generalmente optimistas y muchas veces contradictorias, sobre la escritura de una obra de carácter épico, dedicada a la revolución triunfante. Llamada en principio El año 59, considerada después parte de una trilogía que integraría también una novela breve titulada Los convidados de plata, luego fundidas ambas obras en una mayor, lo cierto es que solo en 1978 el escritor dio a sus editores la obra definitiva que sería La consagración de la primavera.

El complejo y errático proceso de elaboración de esta novela tiene, a mi entender, un origen conceptual bastante evidente: se trata de una obra en la que su autor asumía plenamente un compromiso político-ideológico expreso, y para sustentarlo había optado por reproducir, con precisión de cronista, una sucesión de acontecimientos reales, tratados casi con respeto testimonial, con los que se propuso contar una sola historia (la que relata su argumento), desde una sola perspectiva estética (la de un realismo ortodoxo e historicista). Pero, tratándose de una novela esencialmente política, de sucesos y valoraciones políticas expresas, este realismo a ultranza conduce al escritor hacia la difícil manipulación de ciertas reglas de la estética entonces vigente y actuante del realismo socialista, tan ajenas a su universo literario tradicional y en franco detrimento de su visión de lo real maravilloso (sistema en el que abundan los componentes de lo mágico, lo insólito y lo extraordinario) como modo de expresión de las singularidades americanas. En este sentido, La consagración de la primavera resulta una novela ideotemáticamente atrapada en el conflicto general que caracteriza el arte cubano de los años 70 y hace evidente que ni la estatura artística del escritor ni su lejanía física del ambiente cultural del país –diplomático en París desde 1966- consiguieron liberarlo de los pesados lastres de la ortodoxia instituicionalizada de ese período y de los dogmas estéticos entonces en boga.

No obstante, en el espíritu de ese período, un crítico tan respetable como Rogelio Rodríguez Coronel, hace la defensa ideoestética de la novela y asegura que:

En La consagración de la primavera culmina la evolución del método artístico y la perspectiva ideológica de un escritor que encuentra respuesta a las inquietudes que en torno al hombre y su realidad histórica se debaten en toda su obra. Es el surgimiento de un mundo mejor en el reino de los hombres lo que, desde un punto de vista teórico y práctico, provoca una maduración ideológica del ámbito carpenteriano, lo que le otorga un sentido objetivo a su concepción de la historia, lo que reacondiciona valores estéticos --gnoseológicos y artísticos-- presentes en su narrativa del período prerrevolucionario. (2)

Estamos pues ante una novela política, ortodoxamente política y por tal razón, la historia, más que marco, universo, referencia, panorama, es ahora pauta que obliga al argumento a seguir una determinada sucesión de acontecimientos justamente históricos, una cronología de la cual a Carpentier no se le ha escapado ningún hecho significativo: desde la Revolución de Octubre hasta el triunfo de Playa Girón, pasando sobre el ascenso del fascismo, la Guerra civil española, la II Guerra Mundial y la "rusofilia", el maccartismo y el antisovietismo, el gangsterismo y la corrupción de los gobiernos auténticos en Cuba, el golpe de estado del 52, así como la imprescindible concatenación entre el Asalto al Moncada, el juicio a Fidel Castro, el desembarco del Granma, los sucesos del 13 de marzo de 1957, la lucha en la Sierra Maestra y en las ciudades, la represión de la dictadura batistiana y la victoria de 1959, seguida por la enunciación de cada una de las leyes revolucionarias significativas y la proclamación del carácter socialista de la Revolución cubana...

La elipsis que caracterizó el tratamiento de la historia en obras como El reino de este mundo y la visión de la Revolución Francesa por sus ecos más que por sus acontecimientos cimeros, deja aquí su lugar a un paralizante desenvolvimiento cronológico que va a determinar históricamente la vida de unos personajes novelescos movidos sólo por los vientos de la gran historia más que por sus decisiones y actitudes personales, aun cuando ellos mismos no sean protagonistas activos de los grandes acontecimientos.

El huracán generador de esos vientos, y sobre el cual me centraré en esta ocasión es una de las derrotas históricas más polémicas, dolorosas y sórdidas sufridas por la humanidad en el siglo pasado: la llamada Guerra Civil Española (GCE), que se desarrolló entre julio de 1936 y abril de 1939, cuando se concreta al fin la victoria de las tropas franquistas. En el espacio histórico de esa guerra, Carpentier ubica el inicio de la trama novelesca cuando se produce el encuentro entre los que luego serán sus protagonistas y conductores de los hilos narrativos de la historia: Enrique, el joven cubano entonces integrante de las Brigadas Internacionales (BI), y Vera, la bailarina rusa, emigrada de su patria luego del triunfo de la Revolución de Octubre de 1917 y llegada a España solo por razones del corazón.

Aunque desde el plano propiamente argumental los sucesos de la Guerra Civil ocupan un pequeño espacio en la novela, la experiencia vivida por ambos personajes y otros de su entorno más cercano, van a marcar todo el desarrollo político y psicológico de estos caracteres: la GCE es, pues, el motivo generador de la novela, un encontronazo con la Historia que marca sus vidas, y por lo tanto su importancia ideotemática es decisiva en los conceptos que a lo largo de una extensa novela manejará Carpentier. Sin embargo, resulta cuando menos curioso que en el detallismo histórico (y arquitectónico, folclórico, cultural que llegan hacer farragosa la lectura del texto novelesco), la GC tenga solo una visión de conjunto, casi externa, algo que también ocurre para el relato de Vera sobre la Revolución del Octubre, aparecido casi al final de la novela, y estructuralmente encajado a la fuerza en el argumento. Los acontecimientos históricos precisos del conflicto español apenas están recogidos, solo se llega a tener la noción de que se trata de un enfrentamiento entre buenos y malos históricos, sin que se asuma ninguno de los claro-oscuros que caracterizaron ese conflicto. Resulta significativo, por ejemplo, que una figura como Pablo de la Torriente Brau es si acaso una mención veloz por parte de uno de los personajes, sobre todo si tenemos en cuenta que el combatiente y comisario político cubano participó y murió en esa guerra precisamente como integrante de sus Brigadas Internacionalistas, a las que pertenece Enrique, el protagonista de la novela y los personajes que con él se relacionan.

El antecedente más notable de la visión carpenteriana sobre la GCE se encuentra en una serie de reportajes, publicados en La Habana entre septiembre y octubre de 1937 (3), y en los que se narran las peripecias y observaciones del periodista de la España en guerra durante los días del Congreso Internacional de Escritores antifascistas celebrado en Valencia y su posterior visita a un Madrid bombardeado y asediado por las fuerzas fascistas. Un dato importante: esta visita de Carpentier ocurre en julio de 1937, precisamente cuando en el frente se están produciendo los sangrientos combates en Brunete y, en la retaguardia republicana, la eliminación política y hasta física de diversas facciones revolucionarias, en especial la del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), organización de extrema izquierda en cierta forma cercana a los principios filosóficos y estratégicos del trotskismo y, por tanto, opuesta a la política que los asesores soviéticos y el Partido Comunista tratan de imponer en la zona republicana. Pero ni Brunete ni la represión y purga tienen peso alguno en esta serie de cuatro reportajes, dedicados en lo esencial a la actitud cotidiana de los españoles, pues, como anuncia en la introducción a la serie, “Menos me interesa que conozcáis ‘hechos’ a que conozcáis ‘hombres’.” Y aunque en ese mismo texto promete “llevaros conmigo (...) a los campos de batalla de Guadalajara [y] a la sede de las Brigadas Internacionales”, la promesa es incumplida y quedamos sin la posibilidad de tener una visión contemporánea e in situ de la situación de esos Internacionales, que luego se convertirán en los personajes de La consagración de la primavera.

En la novela, la GCE está dada desde las miradas de cuatro personajes diferentes: de un lado Vera, rusa blanca, que rechaza la política y teme a todo lo que tenga alguna relación con la revolución y, por tanto, poco aporta a la comprensión del conflicto; del otro Enrique, miembro de la alta burguesía cubana, joven recién politizado con ideales de izquierda a partir de su participación en la oposición antimachadista como estudiante universitario habanero; además aparecen la de Jean Claude, el compañero sentimental de Vera, intelectual francés, hombre de alta y vasta cultura, que asume filosóficamente la responsabilidad de participar en la contienda española como voluntario y la de Gaspar, músico popular cubano, hombre práctico, militante ortodoxo del joven partido comunista de la isla y que se enrola en las BI por sus convicciones políticas.

La llegada de Vera a Valencia, en viaje hacia Benicassim, marca el inicio de la novela. La bailarina, que se dirige a un hospital donde se recupera su amante Jean Claude, tiene una primera relación con el mundo de la guerra en la ciudad que entonces era la capital de los republicanos y donde conoce a Enrique, también convaleciente de una herida de guerra. Este encuentro ocurre en los días posteriores a la dolorosa batalla de Brunete, en julio de 1937, considerada una victoria republicana en la cal, sin embargo, se afirma que estos perdieron 25 mil hombres por 13 mil sus enemigos.

La guerra, en una Valencia lejana de los frentes de combate pero sometida a bombardeos nocturnos y en un Benicassim aislado de la actividad militar del conflicto, se ve, por tanto, desde un ángulo sesgado (mucho más sesgado que el aportado por Fabricio del Dongo de la batalla de Waterloo, que cita el propio Carpentier en la novela). Sus personajes no están en los frentes de combates ni envueltos en las complejas urdimbres de la retaguardia (el Madrid asediado por los fascistas que aparece en los reportajes de 1937 o la Barcelona ardiente por las contradicciones entre los propios republicanos que Carpentier no menciona ni en la novela ni en esos mismos reportajes). Enrique, Gaspar y Jean Claude se encuentran en un balneario donde funciona un hospital para miembros de las Brigadas Internacionales heridos en combate. Este es un sitio donde la vida de los personajes transcurre entre baños en el mar, noches de amor y asistencia a magníficos y combativos espectáculos animados por Paul Robeson. Pero curiosamente tal encuentro ocurre, ni más ni menos, en medio del año 1937 (justo cuando Carpentier había visitado España), uno de los momentos más complejos de todo el complejo transcurrir de la contienda, cuando no solo se combate de manera especialmente violenta contra los franquistas (que en ese año habían cometido dos de las grandes masacres de la guerra, los bombardeos de Málaga, en febrero, y el célebre de Guernica, en abril, en los que participan directamente las tropas y equipos italianos y alemanes que pelean en el bando de los rebeldes), sino cuando se han destapado ya todas las pugnas subyacentes en el bando republicano, existentes desde los mismos días del triunfo electoral del Frente Popular, a principios de 1936, varios meses antes del inicio del conflicto.

¿Por qué esta visión “sesgada”, más aun, distante, de la guerra y de las pugnas interiores que hacían arder el corazón dividido de la República, cuando precisamente la experiencia vivida en ese momento marcará definitivamente los destinos de Vera y Enrique, el de Gaspar y el del fallecido Jean Claude, y afectará desde ese instante todo el universo de relaciones entre los personajes que se establece en la novela y, lo que es más importante, su misma tesis política? ¿Por qué el regodeo, mientras se desarrollan la guerra y las purgas en la retaguardia, en episodios como el espectáculo en que participa Paul Robeson, o la evocación de la maestría de la Pavlova, o de la bohemia parisina y sus devaneos políticos –regodeos nada extraños, es cierto, en una novela donde las digresiones abundan hasta el cansancio? ¿Por qué ese lejanía de las fuentes de conflictos que apenas hace visible el papel del PCE, del gobierno socialista y sus políticas (primero con Largo Caballero, luego con el doctor Juan Negrín) o de la importante y polémica presencia de los asesores soviéticos y los dirigentes de la Comitern, esenciales estos últimos en la actuación y destino de las Brigadas Internacionales con las que combaten Enrique, Gaspar y Jean Claude?

Antes de aventurar una respuesta vale la pena que nos ubiquemos con mayor precisión en el contexto histórico en que se produce el primer encuentro de estos cuatro personajes.

La España republicana de julio de 1937 es la del asentamiento del control soviético sobre muchas decisiones republicanas que al fin se concreta luego de los sucesos de mayo de ese año en Barcelona, y que provocaron la pérdida de poder de los anarquistas, la caída del gobierno de Largo Caballero, el ascenso a la magistratura de Negrín y, casi de inmediato, las consiguientes represiones contra los grupos anarquistas y, en especial, contra los comunistas radicales del POUM. Esta historia tiene su momento más álgido y célebre con la captura, desaparición y asesinato del líder poumista Andreu Nin, por órdenes de los asesores soviéticos de la inteligencia policial y militar (NVDK y GRU), como ha sido fehacientemente demostrado por las investigaciones publicadas en los últimos años (4). La necesidad de un control de la situación de la guerra, de conseguir la disciplina y un mando único en un sector republicano aquejado por anarquismos y fraccionalismos y el ascenso de la influencia de los enviados de la Comintern y de la dirección del Partido Comunista en sectores claves de la política y el ejército, han significado, justo para esta fecha, la victoria de una disputa iniciada desde el mismo levantamiento de los militares, cuando los republicanos se dividieron en dos tendencias encontradas: la de los que deseaban hacer la guerra y con ella la revolución (anarquistas, grupos sindicalistas asociados a la Federación Anarquista Ibérica y el POUM) y los que sostenían que el propósito estratégico era ganar la guerra y después, crear las condiciones para una posible revolución (posición sostenida por sectores del socialismo y sus sindicatos afines –la UGT- y por el Partido Comunista). Esta última postura, como es fácil colegir, era alentada y luego exigida por Moscú, y sostenida por sus enviados militares y de inteligencia y por los hombres de la Comitern. La posposición de cualquier brote revolucionario respondía a una política soviética, ciertamente más realista (aunque de fines oscuros que luego la historia se encargaría de develar), dadas las condiciones de España y su conexión con la situación europea, pues Moscú optaba por el apaciguamiento político de las democracias occidentales, a las cuales no se quería alarmar con la idea de que desde el Kremlin se alentaba una revolución proletaria en España.

Para que se tenga una idea de hasta qué punto se había establecido la política de posposición revolucionaria, en una fecha tan temprana como el 23 de julio de 1936, prácticamente con el inicio de los combates, se había producido una reunión del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista (CEIC), aquella reunión de partidos completamente plegados a los designios y políticas de Moscú. En el cónclave se discutió el papel de los comunistas en los acontecimientos españoles: su conclusión más importante, según el informe remitido por Dimitrov, fue que España todavía no estaba preparada para una verdadera revolución. El documento elaborado por el Ejecutivo afirma que “en la presente etapa no deberíamos asumir la tarea de crear soviets y de tratar de establecer una dictadura del proletariado en España”, pues no existían condiciones para ello. Los comunistas, en cambio, debían reforzar la República democrática y actuar bajo la apariencia de defender esa República y, “cuando nuestras posiciones se hayan reforzado, podremos ir más allá” (5). Del otro lado, tanto los anarquistas como los miembros del POUM, entonces liderado por Andreu Nin, sostenían la necesidad de cambios revolucionarios a los que, de hecho, ya se habían lanzado a través de colectivizaciones y repartos de tierra entre campesinos, pero sin el aval de un programa político articulado y realista. En el terreno militar estas tensiones tuvieron un reflejo casi inmediato y mientras el gobierno trataba de organizar un ejército con los militares que se habían mantenido fieles a la República y numerosos voluntarios, contando para ello con las armas y los asesores soviéticos, los libertarios y el POUM sostenían sus propias milicias, y uno de los jefes militares anarquistas, Buenaventura Durruti, prácticamente se convertía en el líder más notable de las huestes antifranquistas.

Pero en agosto de 1936 Stalin había dado un paso más allá y había enviado a España al tétrico oficial de la NKVD Alexander Orlov: su misión era eliminar a quienes desde posiciones marxistas revolucionarias se oponían a los comunistas. Orlov, que también fue el encargado de la operación de salida hacia Moscú del tesoro español, sería el responsable de la preparación y dirección de la purga del POUM que condujo a la muerte de Nin y otros opositores. (6). No es para nada casual que la llegada de Orlov a España se haya producido justo cuando en Moscú se celebra el primero de los lamentables procesos de los años 30 (el juicio, entre otro, contra Zinóviev y Kámenev) y por eso tampoco es fortuito que Pravda llegase a publicar que “en Cataluña, corazón del anarquismo, la limpieza de elementos trostkistas y anarcosidicalistas se llevaría a cabo con la misma energía que en la URSS”.

La complejidad de este panorama político, que finalmente daría al traste con las aspiraciones de victoria del bando republicano, escapan de la posibilidad del análisis que nos hemos propuesto en este breve estudio y por eso apenas nos conformaremos con un esbozo de la situación, capaz, pienso, de hacer evidentes las tensiones que se ponían en juego. Pero algo queda claro –o parece haber quedado claro- en la política de los soviéticos hacia España: Stalin no deseaba ni buscaba una revolución en aquel país. Y esa exigencia, hecha por el único aliado real con que contó la República a lo largo de más de dos años de guerra, el único del que podía esperar las armas con las que resistir y si acaso vencer, marcaría el signo de la contienda, sin que muchos de sus participantes (especialmente los brigadistas voluntarios) tuvieran una idea de ello.

Las Brigadas Internacionales, queriéndolo o no, formaron parte de este conflictivo panorama, tanto en el frente como en la retaguardia, pues su presencia y papel en España fueron utilizados como argumento por unos y otros sectores del caleidoscopio político del bando republicano.

Carpentier, al acercarse en la novela al ambiente de la GCE y al papel de las Brigadas Internacionales, tuvo en su contra dos importantes aspectos que debemos tener en cuenta: en primer lugar su defensa, silenciosa pero defensa al fin (encargada sobre todo a Gaspar), de la posición de los comunistas en la contienda; en segundo y no menos importante lugar, una coyuntura histórica que lo desbordaba: su limitada perspectiva epocal, pues es un hecho científicamente comprobado que las investigaciones históricas realizadas en los últimos veinte años, sobre todo a partir de la glasnost, la apertura de archivos soviéticos y la misma desaparición de la URSS, sumado al proceso de revisión por los autores españoles de diversos aspectos y momentos de la contienda, han arrojado una luz reveladora sobre los acontecimientos, capaz, incluso, de modificar ciertos análisis históricos y de reubicar y hasta de colocar en su justo lugar una cantidad notable de sucesos y valoraciones. La GCE que pudo “leer” Carpentier, es mucho menos compleja, contradictoria y cercana a las realidades históricas que la que pueden estudiar los investigadores de hoy.

Como se sabe, en el propio año de 1936 se produce la llegada de voluntarios antifascistas a España. Este fue, en principio, un movimiento espontáneo generado por la solidaridad y el sentimiento antifascista, pero pronto fueron funcionarios del Comintern, en coordinación con Moscú, quienes organizaron a aquellos hombres en las llamadas Brigadas Internacionales. Asesores soviéticos y de la Comitern entrenaron a aquellos hombres llenos de fe –muchos de los cuales ni siquiera sabían marchar o cargar un fusil- y los condujeron poco después al combate.

Con justicia se ha reconocido el papel decisivo de las Brigadas Internacionales, sobre todo a lo largo del primer año de la guerra (1936-37) y específicamente en situaciones tan álgidas, como la defensa de Madrid, en noviembre de 1936, en Las Rozas, en enero de 1937, en la batalla de Jarama, en febrero de ese año y en la que el coronel Sverchevsky (conocido como Walter en España) califica como “la afanosa y enlodada marcha de Guadalajara, cuando derrotaron a las columnas fascistas italianas”. “Guadalajara constituye, a mi juicio, la página más espléndida y más brillante en la historia de las Brigadas Internacionales”, afirmaría Sverchevsky (6).

Pero a partir de aquellos acontecimientos –justo cuando se encuentran en Benicassim los protagonistas de la novela- ha comenzado a producirse un declive de su importancia relativa. La organización más férrea y efectiva del Ejército Popular, con un mando en el que se destaca una mayoría de oficiales comunistas, más disciplinados y organizados, sumado a la ubicación de soldados españoles en las unidades de los internacionales, cambió el carácter de estos contingentes y comenzó a provocar diferencias que llegarían a tornarse dramáticas. Uno de los problemas que creó tensiones, según documentos de la época, fue la idea de que los brigadistas estaban “salvando” a España, y no que solo la estaban “ayudando”, lo que engendró un doloroso conflicto con los españoles integrados a las brigadas, con el resto del Ejército Popular y con el mismo gobierno de Valencia (7).

El año 1937 marca pues un rápido declive de las Brigadas, tal y como se concibieron en los primeros meses de la guerra, que casi se disuelven, por las bajas y luego por la ubicación de miembros del ejército regular en ellas. Se comienzan a hacer patentes entonces los conflictos internos y los internacionales se quejaban de que les llegaban pocas armas y, sin embargo, eran enviados al sector más difícil de la batalla. Algunos autores, documentos en mano, hablan entonces de que empieza a dominar la noción de que las brigadas eran utilizadas como fuerza de choque, por su valor propagandístico, y no por que se le consideraba una fuerza bélica seria. (8) e incluso Palmiro Togliatti, nuevo representante de la Comintern, y varios oficiales soviéticos, envían documentos a Moscú en los que hablan de la desmoralización de las brigadas.

Justo en el momento en que Carpentier ubica el inicio de la novela, la situación de esta fuerza es descrita del modo siguiente en una “Nota confidencial sobre la situación de las Brigadas Internacionales”, fechada en junio del 37: “La gran mayoría de los oficiales y voluntarios de las Brigadas Internacionales son militantes u hombres con conciencia política que saben ver, juzgar y entender. Ya sean comunistas o socialistas, republicanos o antifascistas sin pertenencia a un partido político definido, todos ellos se sienten hoy día deprimidos por la idea de que las BI son consideradas un cuerpo extraño, una banda de intrusos, no diré que por todo el pueblo español, pero sí por la gran mayoría de los dirigentes políticos, soldados, funcionarios y partidos políticos de la España republicana”. Los jefes españoles los consideran algo así como una Legión Extranjera que pelea por dinero y que solo tienen un deber: el de obedecer, comenta el documento, y agrega: “Es evidente que los militantes de las BI son muy conscientes de esa situación; es inevitable que perciban ese trato como un insulto a sus convicciones antifascistas y a los millones de camaradas que vinieron con ellos y que han caído desde entonces en defensa de la España republicana”. “Los voluntarios de las BI tienen la impresión de que se les confía sistemáticamente los sectores más difíciles en cada batalla. Al principio lo achacaban a los azares de la guerra. Hoy en día ya no toleran que se les diga que su situación es una coincidencia, y ven por el contrario en ello un propósito deliberado de aniquilar y sacrificar los contingentes internacionales” (9). Y al referirse a un combate específico en que una brigada participó en circunstancias muy difíciles, comenta: “No es que esa brigada haya sido vencida, es que ha sido asesinada”.

Este informe, al parecer fue escrito por Vital Gayman, comunista francés conocido como Vidal, uno de los jefes de la base de las BI. Y aunque tal vez el informante carga la mano en ciertos tintes oscuros, lo cierto es que ésta es una de las opiniones existentes y que llega a Moscú.

En esta época, sin embargo, las BI, a pesar de las bajas sufridas y las deserciones, todavía constituía la cuarta parte de la fuerza de choque del ejército republicano, y comenta Vidal: “…los supervivientes de los veinticuatro mil voluntarios que han venido a España [Enrique y Gaspar entre ellos] no deben regresar a sus hogares con la impresión de que su sacrificio por la causa será ignorado o inútil”. (10).

Solo un mes después del encuentro de Vera y Enrique en Valencia, André Marty, también envía a Moscú sus opiniones. Marty, uno de los hombres fuertes de la Comintern en España era, precisamente, el jefe de la comandancia de las Brigadas y uno de los encargados de ejecutar la política soviética en territorio español. Para que se tenga una idea de las tensiones que se vivían entre los republicanos, poco antes de los sucesos de mayo del 37 en Barcelona, Marty había acusado al anterior presidente, Largo Caballero, de organizar una campaña “oculta, pero cuidadosamente pensada y sistemática” contra las BI, los soviéticos, los comunistas y los comisarios comunistas en el frente. Ahora, hacia mediados de 1937, Marty informa que ya se está produciendo un proceso sistemático de dispersión de los cuadros internacionales, que amenaza con la autodestrucción de las BI, cuya dirección se ha resquebrajado significativamente, tanto en las unidades militares como las políticas. Asimismo, considera que se ha debilitado la atención y ayuda a las BI por parte de los consejeros militares y que, como resultado de todo ello, la situación político-moral de las BI es insatisfactoria y exige que se adopten medidas urgentes.

Por su parte Manfred Stern (a. Emilio Kléber), uno de los consejeros de más alto rango, afirma que los internacionales falsificaban informes y desafiaban al mando de la base de Albacete, al mismo tiempo que trataban a los soldados españoles de las brigadas como ciudadanos de segunda clase en su propio país. También muestra en un informe secreto que los internacionales eran en gran medida culpables de los problemas que sufrían las unidades. (11)... Todas estas opiniones, como se ha visto, parten de los propios directivos de las Brigadas y forman parte de la documentación de la época destapada en Moscú medio siglo después, y aunque podamos dudar de su exactitud en una coyuntura histórica en la que la mentira se convirtió en estrategia de supervivencia para los enviados de Moscú –la mayoría de estos asesores, llamados en la URSS “los españoles” serían después purgados y fusilados, entre ellos el mismísimo Vladimir Antonov-Ovseenko, el héroe de la toma del Palacio de Invierno-, la situación no parece haber sido tan romántica y simple como la vio y reflejó Carpentier.

Ya a principios de 1938 las BI habían declinado como fuerza de combate y solo contaban para los soviéticos y el Comintern como medio de propaganda e instrumento de negociación con las demás potencias. En el interior de las BI existía todo tipo de problemas, incluso étnicos, pues unas nacionalidades se consideraban superiores a las otras. Además de la subvaloración de los españoles (a los que acusaban muchas veces de las derrotas) había prejuicios contra los judíos, los franceses, etc. Las deserciones fueron creciendo y en diciembre de 1937 los comandantes se negaban a dar las cifras para encubrir la cantidad. Paralelamente, el prestigio de personajes como André Marty había decaído y por su disciplina y métodos de terror fue apodado “el carnicero de Albacete”.

Una sexta parte de los voluntarios había desaparecido en mayo de 1938: o habían desertado o se trataba de “elementos poco fiables” que habían sido sacados de circulación por diversos medios. A mediados de año sólo quedaban 5 mil combatientes, totalmente agotados y casi sin capacidad de combate. El anuncio del retiro de esos soldados podía servir, no obstante, como golpe propagandístico para obligar a los fascistas a hacer lo mismo con las unidades alemanas e italianas.

El 29 de agosto Jorge Dimitrov envía un memorandum a Manuilsky y a Voroshilov (director en Moscú de las operaciones españolas, quien lo remite a Stalin inmediatamente) sobre el planteamiento del Buró político del PCE y de Marty sobre la evacuación de los voluntarios de las BI. El presidente del gobierno español, Negrín, también insistía en la evacuación, pues tiene noticias de que los hombres están agotados y las BI han dejado de existir, de hecho, como unidades especiales. Sacarlas demostraría además la suficiencia del ejército republicano y quitaría pretextos a la intervención de Alemania e Italia. La Comitern se muestra de acuerdo en la evacuación (12).

La orden de disolución la dio Negrín, aunque ya no tenía control sobre las BI, pero incluso los documentos prueban que para hacerlo tuvo que pedir el permiso del PCE y el Comintern. Sin embargo, solo Stalin tenía autoridad para tomar la decisión y debió consultarse su parecer. (13). Finalmente, el 15 de noviembre de 1938, se celebra en Barcelona un gran desfile para despedir a los restos de las Brigadas Internacionales. El doctor Juan Negrín, jefe del gobierno, y la dirigente comunista Dolores Ibárruri, la Pasionaria, agradecen a los voluntarios su valiente intervención al lado de la España republicana. Era el fin de un historia heroica, llena de contradicciones en la que, a pesar de visibles desavenencias y ocultos manejos políticos, primó el romanticismo de hombres de todas partes del mundo que lucharon y murieron por detener el avance del fascismo y por la democracia y la revolución en España.

La falta de información y perspectiva histórica, sumada a una visión que hemos llamado “sesgada” de los acontecimientos de la guerra, dejaron fuera de La consagración de la primavera la mayoría de estos conflictos y acontecimientos que tanto debieron o pudieron influir en la actitud posterior de sus personajes. En un momento de la novela, cuando Enrique y Gaspar se refieren a las causas de la derrota este último ofrece su opinión: “la perdimos [la guerra] en España porque las retaguardias estaban podridas, por disensiones, anarquismos y puñeterías” (14), sin más capacidad, posibilidad o deseos de profundizar en su análisis, por lo que Enrique, que tampoco tiene una respuesta, apenas apunta que: “no compartía su visión harto simplificadora de los hechos” (15). Pero la visión complejizadora tampoco aparece entonces.

Los acontecimientos vividos en España, además, no parecen haber enriquecido realmente la visión histórica de los personajes. El mismo Gaspar, al referirse a otra coyuntura de gran complejidad, de muchas lecturas y que tantas decepciones provocó, opina sobre el pacto germano-soviético de agosto de 1939 que ha sido una jugada maestra para aplazar una guerra inevitable con Alemania, mientras que la invasión soviética a Polonia tiene como descargo el juicio de que “más valía que media Polonia hubiese sido soviética a que Polonia toda fuese nazi” (16). Como era de esperar, Gaspar se cuida de mencionar las invasiones a los países bálticos, la ocupación de una parte de Rumanía y el fracaso sufrido por el ejército Rojo en su invasión a Finlandia. Enrique, como era de esperarse, vuelve a irse sin opinión.

Solo la visión tradicionalmente romántica –que incluso un autor como Hemingway puso en duda en Por quién doblan las campanas, una novela escrita casi al calor de la guerra, o que Orwell rechazó en su revelador Homenaje a Cataluña (17), escrito incluso antes de que terminara la guerra-, es la que nos deja La consagración de la primavera. La necesidad o el deseo de problematizar la frustración o el aborto de una revolución en un libro dedicado a la revolución, no parecía estar entre sus intereses ideológicos y políticos, quizás porque las verdades españolas, mal conocidas o conocidas a media, podían ser lacerantes y contradictorias en un texto que es un canto a la necesidad y la apoteosis de las revoluciones.

"Abrí todas las ventanas de la casa. Las calles estaban llenas de una multitud jubilosa (...) Frente a mí pasaron algunos con el puño en alto: "¡Viva la Revolución!". "¡Viva!" -dije. -"Más alto, no se la oye" -me dijo el médico. -"¡Viva la Revolución!" (18)

Es el grito final de Vera, la apolítica, la que ha sufrido el trauma de las revoluciones, la que no leía periódicos ni quería saber de política. Pero es también la voz de Carpentier, marcando el signo ideológico y el propósito esencial de su agónica y última novela.

Mantilla, enero de 2008.


Notas.

(1) Ver Leonardo Padura. Un camino de medio siglo. Carpentier y la narrativa de lo real maravilloso. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1994, pp. 359-360.

(2) Rogelio Rodríguez Coronel. La novela de la revolución cubana, Ed. Letras Cubas, La Habana, 1986, p. 259.

(3) Alejo Carpentier. “España baja las bombas (I-IV)”, en Crónicas, tomo II, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1978.

(4) Ver José María Zavala. En busca de Andreu Nin. (Prólogo de Stanley G. Payne), Plaza y Janés, Barcelona, 2005.

(5) Ronald Radosh, Mary R. Habeck y Grigory Sevostianov. España traicionada. Stalin y la guerra civil. Planeta, Barcelona, 2002, p.513.

(6) Ibidem, p. 150. Ver también José María Zavala, op. cit.

(7) Ibidem, p. 513.

(8) Ibidem, p. 290-291.

(9) Ibidem, p. 289 y 299.

(10) Ibidem, p. 305.

(11) Ibidem, p. 328.

(12) Ver Ibidem.

(13) Ibidem, p. 511.

(14) Alejo Carpentier. La consagración de la primavera, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1979, p. 211.

(15) Ibidem, p. 212

(16) Ibidem, p. 210.

(17) George Orwell. Orwell en España. Homenaje a Cataluña y otros escritos, Ed. Tusquets, Barcelona, 2003. Entre otros libros que profundizan con nuevos argumentos en la historia de la GCE es recomendable la lectura de Ángel Viñas. El escudo de la República. Crítica, Barcelona, 2007.

(18) Alejo Carpentier, op. cit., p 421.

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