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jueves, 20 de marzo de 2008

Miguel Hernández: el teatro como instrumento de transformación social


Osvaldo Cano

Si algo distingue y apuntala la obra dramática de Miguel Hernández, amén de su incuestionable calidad poética, es justamente su vocación expresa de utilizar al teatro como un instrumento capaz de incidir directamente sobre una sociedad a la que aspiraba transformar. Como se sabe, el vuelco definitivo hacia estos rumbos se produce en 1935 cuando escribe Los hijos de la piedra, texto inspirado en la rebelión protagonizada un año antes por los mineros asturianos. Tal y como advierte certeramente Agustín Sánchez Vidal “ya había empezado aquí a surgir un Miguel Hernández muy distinto, porque la Revolución de Octubre marcó profundamente la conciencia intelectual del país”[1].

En Los hijos de la piedra, recurriendo a una situación dramática similar a la ideada por Lope de Vega en Fuenteovejuna, Hernández enfrenta a un despótico señor contra un pueblo, en un inicio, laborioso y apacible que luego termina sublevándose y ajusticiando al causante directo de sus prolongados sufrimientos. La guerra es la solución que propone el autor ante el clima de injusticia reinante. En el bando de sus simpatías encontramos un pueblo dignificado que transita de la mansedumbre y el conformismo a la violencia. Mas ahora la batalla no se libra solo por el honor mancillado, sino por la necesidad ineludible de defender los intereses de una clase históricamente relegada, la de los trabajadores. En Los hijos de la piedra se verifica un enfrentamiento clasista. En quienes se levantan se opera una paulatina y radical toma de conciencia política que desemboca en una verdadera revolución. El fin que persiguen los personajes hernandianos es alto, lo que los moviliza es la necesidad de alcanzar la anhelada justicia social. Gracias al final abierto el autor rehuye las conclusiones, de hecho las acotaciones sugieren una sangrienta y desigual batalla. Así avizoraba Miguel Hernández el futuro.

Cuando, en 1937, el dramaturgo concibe El labrador de más aire su propósito era mostrar el reverso de la moneda. Si en Los hijos de la piedra el Pastor consigue enardecer a los mineros liderando de este modo el alzamiento, en El labrador… la valiente oposición de Juan frente a un señor también despótico e insensible le acarrea la muerte. La docilidad de los lugareños resulta la causa indirecta del asesinato del héroe y, por añadidura, la prolongación de un estado de onerosa sumisión. La indolencia y la mansedumbre frente a tan fieros enemigos de clase traerán como resultado la prolongación de un orden de cosas adverso e inaceptable. El llamado a la lucha es también claro en esta obra, solo que aquí Hernández opta por develar la angustiosa realidad que aguarda a quienes, bien por resignación, bien por cobardía, eluden la que a su juicio resultaba la única alternativa posible para transformar un mundo injusto y hostil: la guerra.

Mientras que en Los hijos… y El labrador… los propósitos del dramaturgo están encaminados a develar las contradicciones e injusticias de un cosmos que él se propone transformar -y por tal razón convoca a la lucha como única alternativa posible para consumar el cambio-, su Teatro de la guerra (1937) lo escribe en plena contienda. Esa es la causa por la cual renuncia a la parábola e imprime a sus piezas un tono de evidencia y franqueza. Conformado por cuatro obras breves (La cola, Los sentados, El refugiado y El hombrecito) se afilia a lo que se conoce como teatro de agitación y propaganda. En otras palabras que su finalidad está mucho más vinculada con presupuestos ideológicos que artísticos. El propio autor se encarga de dejar sentados cuales son sus fines cuando en la Nota Previa a estos textos afirma: “Una de las maneras mías de luchar, es haber comenzado a cultivar un teatro hiriente y breve: un teatro de guerra”[2]. Más adelante el dramaturgo precisa aún más sus intenciones al apuntar: “Creo que el teatro es un arma magnífica de guerra contra el enemigo de enfrente y contra el enemigo de casa”[3].

Teatro de la guerra, pese a lo que su título pudiera sugerir, no ubica la acción en el campo de batalla sino en la retaguardia. Calles, plazas y pueblos son los escenarios donde discurren los acontecimientos. En La cola, por ejemplo, más que el conflicto trivial entre varias mujeres por ocupar un puesto para adquirir carbón, lo que se somete a discusión es la actitud indolente de estas, pues en medio de tan difíciles circunstancias optan por esconder a esposos e hijos bien lejos del frente. Es precisamente hacia este punto que Miguel Hernández enfila su mirada crítica. A partir de la contrafigura de La Madre, el dramaturgo fustiga esta índole de comportamientos. Este personaje arquetípico y abarcador, pese haber perdido a dos de sus hijos, aboga por la necesidad de seguir enviando hombres al campo de batalla. Por boca de ella Hernández califica de vicioso el comportamiento mezquino e individualista de estas mujeres al cual opone el altruismo de La Madre como actitud ejemplar y paradigmática. En Los sentados un soldado echa en cara a un grupo de habitantes de un pequeño pueblo su parloteo ocioso y aburrido y el “aire de paz envenenada”[4] que allí se respira, mientras muchos pelean o mueren. Sus razones logran sensibilizarlos ganándolos para las filas republicanas. El refugiado carece de un conflicto propiamente dicho. En este apropósito un soldado y un anciano refugiado, que extravío la ruta al pueblo que lo acoge, sostienen una conversación sobre los acontecimientos recientes, las causas de algunas derrotas, la cobardía de unos o el oportunismo de otros. Al final El Combatiente incita a El Refugiado a incorporarse a su regimiento, lo cual es de inmediato aceptado por este último a pesar del obstáculo que representa su edad. El hombrecito describe como una madre se opone a la decisión de su joven hijo de ingresar al Ejército Popular. Entre sus argumentos principales está la extrema juventud de su vástago. A pesar de esto El Hijo se marcha y, luego de la intervención de la Voz del Poeta, La Madre, antes renuente, ahora bruscamente se muestra convencida de lo necesaria y hermosa que resulta esta decisión.

Como puede apreciarse invariablemente el autor contrapone a aquellas actitudes y conductas censurables comportamientos y decisiones ejemplarizantes. O sea, hace escoltar a los vicios sometidos al juicio crítico por su adverso, lo cual entraña, de hecho, la solución al problema planteado. No hay dudas de que sus propósitos son aleccionadores, su interés es convencer y unir, arengar y esclarecer, advertir y guiar, en aras de robustecer las filas republicanas, requisito indispensable para ganar la guerra. La victoria en ella garantizaría la consecución de un orden socioeconómico radicalmente diferente, o lo que es lo mismo utiliza al teatro como un medio para contribuir a alcanzar ese fin.

En un enjundioso y documentado estudio sobre el teatro de Miguel Hernández, realizado por Francisco Javier Díez de Revenga y Mariano de Paco, es analizado el “tremendo descenso de interés”[5] que se opera con estos textos. Lo cierto es que una lectura actual de ellos les da la razón de un modo rotundo. En honor a la verdad aquí la calidad poética y argumental declina drásticamente con respecto a Los hijos… y El labrador…, al tiempo que el autor incurre de nuevo en deslices apreciables en ambas obras. La preferencia por los arquetipos en detrimento de la individualización de los personajes o la sustitución de la acción en presente por la descripción o la noticia se cuentan entre los más notables, a lo que hay que sumar fisuras en la estructura dramática, vínculos con el melodrama, conflictos efímeros, junto a la rudeza y la momentánea vulgarización del lenguaje.

¿Qué valida entonces a esta dramaturgia rauda y breve? Me veo precisado a recordar que el teatro guarda una estrecha relación con el contexto en que es creado y, en medio de las circunstancias en que fueron escritas, estas obras llanas y simples tenían garantizada una comunicación expedita y diáfana con el público al cual iban dirigidas. Al mismo tiempo, en virtud de la premura y actualidad de los temas y problemas abordados constituían un eficaz medio de propaganda. Mientras que Los hijos… y El labrador… son ejemplos de una dramaturgia comprometida, Teatro de la guerra -al igual que Pastor de la muerte- forma parte de una etapa mucho más radical. Teatro de la guerra es el resultado de los imperativos y las exigencias del momento histórico en que fue concebido. Su función fundamental es la de dotar al combatiente, al obrero y al resto del pueblo, de una conciencia política y una perspectiva histórica de la que muchos carecían. En medio de las circunstancias en que fue creado resulta eficiente y útil, dos de los presupuestos fundamentales que, en opinión de José Monleón[6], deben acompañar al teatro de urgencia. A esto hay que sumar su condición de testimonio, de documento nacido al calor de los acontecimientos históricos, animado por un incuestionable espíritu de justicia y verdad.

Más que urgencias estéticas lo que movilizaba a Miguel Hernández en el instante en que creaba su Teatro de la guerra eran prisas políticas. Alentar, reunir a España en una causa común constituían sus fines y apremios más notorios. Adviértase que en estas suerte de apropósitos renuncia a atacar a sus rivales para, en cambio, enfilar su pupila hacia las debilidades propias. Flaquezas, traiciones, cobardías, mezquindades, derrotismo, actitudes estas que proliferaron en medio de la campaña bélica, son sometidas al juicio crítico a partir de conflictos elementales que, invariablemente, desembocan en soluciones ejemplares y dignificantes capaces de sostener en medio de las tribulaciones la esperanza en la victoria. Lo cierto es que el objetivo expreso del autor con estas obras era el de realizar un llamado a la conciencia colectiva, conducir al entendimiento y a la concepción de la guerra como la mejor alternativa ya no para derrotar a los señores, como ocurre en Los hijos de la piedra o El labrador de más aire, sino para defender la república.

Estructurada a partir de episodios que giran en torno a los avatares en que se ve involucrado Pedro, el protagonista, Pastor de la muerte (1937) se asemeja a un mural, a un cuadro vigoroso y poético donde alternan la fiereza del campo de batalla con la placidez e incertidumbre de la retaguardia. Con ella se produce el regreso de Miguel Hernández al drama en verso al que había renunciado en Teatro de la guerra. Sin embargo, ahora despoja a su obra de ese “color local” que constituye un elemento de especial importancia en Los hijos… y El labrador… En Pastor de la muerte el ambiente costumbrista o el apego a la naturaleza ceden el paso a la guerra como tema único y visceral.

Una vez más el autor enfrenta conductas antagónicas en un juego de contrastes encaminado, como es usual en su obra, a difundir virtudes y censurar flaquezas, al tiempo que regresa a situaciones ya exploradas en Teatro de la guerra, abordadas ahora con un notable incremento de la calidad artística. Vuelve sobre el conflicto que vertebra a El hombrecito donde una madre se opone a la decisión de su hijo de partir hacia el frente, pero aquí el tratamiento dramático es mucho más complejo, entre otras cosas porque este constituye solo uno de los sucesos o rupturas del equilibrio que acontecen en el drama y no su totalidad.

Por primera vez, en estos textos cuya temática es la guerra, aparece el bando rival representado por una voz que polemiza con El Cubano, personaje que -como muchos otros de los fabulados por Miguel Hernández- carece de nombre propio, pero que, como se sabe, constituye una clara alusión a nuestro Pablo de la Torriente Brau. Es notorio el tratamiento que Hernández le da a esta criatura. Por ejemplo, en el citado episodio, El Cubano es capaz de llevar el diálogo con su rival de lo soez a lo profundo gracias a la lucidez y agudeza de sus argumentos los cuales revelan, al enemigo invisible, el por qué de la guerra así como la imperdonable ceguera en la que este incurre al abrazar el bando de quienes lo explotan y utilizan. Gracias a su función activa dentro de la trama, El Cubano deviene una de las criaturas mejor trazadas y más capaces a la hora de defender los intereses que movilizaban al dramaturgo. Su madurez y cordura le permiten infundir ánimos a la tropa decaída, o esclarecer cuales son las razones de la necesaria fiereza que debe animar a los combatientes así como zaherir el menguado proceder de la diplomacia ante el cruento conflicto que asolaba a España, entre otras cosas.

Si bien El Cubano descolla gracias a su inteligencia y capacidad de análisis, lo cierto es que Pedro resulta el protagonista absoluto de Pastor de la muerte. Reiteradamente el autor esgrime su arrojo y valentía como argumentos infalibles frente a la vacilación de algunos. Este personaje, cuyas semejanzas con el propio Miguel Hernández son palpables, se erige como paradigma del soldado que demandaban las circunstancias. Su desprendimiento, ética y civismo, así como la hondura de su compromiso con la causa de la república, se ponen de manifiesto no solo cuando realiza heroicas hazañas sino también cuando emprende un fugaz viaje de regreso a su aldea. Visita esta que efectúa no para quedarse sino a modo de despedida en vísperas de una cruel batalla. Allí consigue sensibilizar a madres y novias quejosas de la muerte de los suyos haciéndoles ver la importancia de tal sacrificio. En otras palabras que este invicto titán surgido de la tierra, cual una fuerza elemental y diáfana, resume en sí mismo las más acendradas cualidades del hombre y el soldado que las circunstancias históricas demandaban y en especial los requisitos que el dramaturgo exigía a los combatientes.

Como colofón de Pastor de la muerte Miguel Hernández propone un esperanzado desenlace. Las acotaciones describen un simbólico mapa de España donde pelean soldados rojos y negros a la par que se escucha la Voz del Poeta profiriendo unos versos febriles y hondos. Al final, cuando la voz calla, los rojos arrasan a los negros y la vida renace.

En la ya citada Nota Previa a Teatro de la guerra el dramaturgo advierte: “trato de aclarar la cabeza y el corazón de mi pueblo, sacarlos con bien de los días revueltos, turbios, desordenados, a la luz más serena y humana”[7]. Ese es precisamente el propósito que anima a Pastor de la muerte. Una vez más el autor apela al altruismo y el desinterés de los españoles, mostrando la guerra como vía idónea y única para derrotar a los enemigos del obrero y del labrador. De nuevo es la escena el instrumento que utiliza para aupar, sumar voluntades, realizar un llamado a la conciencia de sus coetáneos. En verdad Pastor de la muerte resulta la continuidad enriquecida de Teatro de la guerra.

Ahora bien, pese al crecimiento evidenciado respecto a sus piezas breves, lo cierto es que el autor retorna a la utilización de varios arquetipos que ahora alternan con personajes mucho mejor construidos, en especial Pedro y El Cubano, reincide en el tono didáctico que caracteriza a Teatro de la guerra, a la vez que prima la arenga, la descripción, la noticia, la valoración de éxitos y flaquezas, sobre la acción dramática. Llena de comentarios, El pastor de la muerte, se detiene constantemente en detalles y anécdotas, a relatar acciones e inventariar batallas y hazañas o a realizar análisis. En buena medida esto se debe, por un lado, a que solo aparece uno de los bandos en pugna mientras el otro permanece ausente, pues apenas se le refiere como una fuerza acechante y hostil, mientras que, por el otro, la causa esta vinculada con la intención proselitista que lo anima y que condiciona su andamiaje.

Como puede apreciarse, luego de este apretado recorrido por la obra dramática de Miguel Hernández, estamos ante un dramaturgo que utilizó de modo consciente y activo al teatro como un instrumento de incitación y propaganda destinado a propiciar radicales transformaciones en la sociedad. Tanto la zona de su obra bautizada como teatro social, en la que se incluyen Los hijos de la piedra y El labrador de más aire, como aquella que ha sido rotulada como Teatro de guerra, que agrupa a Teatro de la guerra y Pastor de la muerte, son en realidad palpables ejemplos de un teatro político debido a su voluntad de participar activamente con los medios que le son propios en el proceso de transformación de la realidad social y, por extensión, del hombre.



[1] Agustín Sánchez Vidal: “Miguel Hernández en la encrucijada”, en Suplementos de Cuadernos para el Diálogo, Madrid 1976, p. 15.

[2] Miguel Hernández: Teatro, Editorial Arte y Literatura, La Habana 1976, p. 11.

[3] Ob. cit., p. 11.

[4] Ob. cit., p. 27.

[5] Francisco Javier Díez de Revenga, Mariano de Paco: El teatro de Miguel Hernández, Sucesores de

Nogués, Murcia, 1981, p. 119.

[6] Ob. cit., p. 182.

[7] Miguel Hernández: Ob. cit., p. 11.

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