MIGUEL HERNÁNDEZ Y
Enrique Saínz
La obra poética de Miguel Hernández es desigual e intensa, profundamente auténtica, en ocasiones dura, acusadora, espontánea, tierna, de una triste delicadeza cuando evoca la memoria de su hijo, y en sus mejores momentos heredera de una tradición secular que España legó a la cultura occidental. Puede afirmarse que este singular poeta nos dejó una obra en consonancia consigo mismo, con una etapa inicial de tanteo y de búsqueda de un estilo, portadora en su evolución de las ideas políticas y sociales que a lo largo de su vida fue conformando
En sus textos iniciales Lezama y Vitier se plantearon una reescritura de la vida precisamente desde esa perspectiva, desde la necesidad perentoria de hallar la verdad esencial de la poesía, problemática que sus coetáneos y predecesores inmediatos en Cuba no se habían planteado, no al menos con esa fuerza y esa decisión de tan perdurables frutos. En la poética de Hernández, en su pensamiento implícito, hallamos importantes semejanzas con las páginas de Muerte de Narciso (1937), de Lezama, y de Luz ya sueño (1938), de Cintio Vitier, dos ejemplos de una renovación que ambos trajeron a la poesía cubana y que, en el caso de Vitier, alcanzó una mayor solidez teórica en su ensayo Experiencia de la poesía, de 1944. Si leemos a Hernández desde la perspectiva de un impulso oscuro, sabio en la medida en que indaga en los frutos de la tierra y en el espacio físico de un país y a la vez en un espacio abstracto, mientras canta con mayor o menor precisión y acierto estilístico la deshumanización y las crueldades de la guerra, al hombre desalmado y al hombre justificado por sus obras, a la desdicha y el sufrimiento por la pérdida del hijo, al amor y al cariño de la mujer y madre; si leemos su poesía como un desesperado combate del hombre contra la injusticia y en busca de un paraíso perdido en la realidad social, el reino de la justicia, si leemos su obra como una rememoración continua de las fuentes más limpias y hermosas del idioma, aun en la confusión sintáctica que a veces nos abruma en sus versos, comprenderemos la afinidad con los poetas cubanos que a mediados de la década de 1930 trajeron otra manera de ver y de sentir la palabra y la realidad, hayan o no conocido entonces la obra del español, probablemente desconocido para ellos en esos momentos. No se trata, pues, de hallar una influencia directa de aquél en estos, sino de sentir la presencia en los tres de una común fuente nutricia que viene del fondo del alma española, madre de ese bellísimo capítulo de la historia de la cultura que se llama la hispanidad, de tantas y tan altas excelencias desde el Myo Cid y el Romancero. El propio Vitier había visto ya en Muerte de Narciso, al definir su originalidad, esa manera tan suya que lo aleja del barroquismo de algunos de los representantes de la generación de 1927, para señalar su otra manera de asumir la hispanidad, su otra manera de mirar y de sentir, tan distinto incluso de Góngora, a quien fusionaba en su poema junto a Gracilazo. Miguel Hernández, en esa su fuerza telúrica que lo caracterizó en vida y obra, transitó también por las lecciones gongorinas y por las maneras garcilasianas, pero desde luego con su estilo, sólo remotamente parangonable con el Lezama que nos está mostrando Vitier en sus reflexiones de Lo cubano en la poesía (1957). Sin embargo, aunque están muy lejos uno del otro en circunstancias y escritura, percibimos un aire de familia entrañable y definidor, un sentir de lejanas semejanzas, no por ello menos reales y creadoras. Apunta Vitier años antes, en Experiencia de la poesía, refiriéndose a Muerte de Narciso: “Más que un prólogo eficaz en el tiempo, la copiosa elegía significó para mí, respecto a la experiencia de este libro [Enemigo rumor] como una duda que se mezcla con las voces enigmáticas de la verdad […].”[1] En ese texto inicial de la obra lezamiana encontramos a un tiempo la deleitable contemplación de una belleza natural de extraordinaria plenitud y un oculto y en ocasiones visible drama ontológico, dualidad que hallamos asimismo en la poesía de Miguel Hernández, si bien, como ya señalamos en más de una ocasión, con un estilo diferente. Los textos juveniles del poeta español poseen un desbordado canto apasionado a la naturaleza, rasgo que volvemos a encontrar en otros muchos pasajes de su quehacer a lo largo de los años a medida que avanzamos en la lectura. Hay un gusto primario, diríamos, en los frutos naturales que el poeta recuerda o contempla, un regusto trágico en sus rememoraciones de la muerte, de la guerra o del amor, lleno el autor de lo que Unamuno, tan español, llamara, en el título de su libro mayor, El sentimiento trágico de la vida. Una primigenia relación gustosa hallamos en esas poéticas tan vitales, tan plenas de una madurez espiritual de primer orden, con diferente elaboración en la que está presente la distinción de lo americano en oposición o complemento de lo español, esas dos vertientes de la hispanidad que cada uno de estos dos poetas representa a su modo. Ya en Enemigo rumor (1941) Lezama se abre a un espacio de más dilatas dimensiones, espacio inabarcable en la descomunal absorción material que realiza, siempre imantado por un idioma que él supo transformar como nadie en su momento y que desde Martí no se integraba en la cultura universal como lo hacía ahora en los textos de este libro extraordinario. Ahí percibimos, lejanamente y como en sordina secular, la palabra de nuestros ancestros, de los poetas mayores y menores del idioma, entre ellos Miguel Hernández por la limpieza de su ímpetu primero y la tristeza de su necesidad de edificar de nuevo la vida con su poesía.
Cintio Vitier, por su parte, en las reflexiones intensas y lúcidas que hace en ese su primer ensayo y que ya nos había insinuado en su poemario de 1938, revela su origen en la plenitud de una historia espiritual que lo precede y lo conforma como individuo y como poeta. Ahí están sus páginas espléndidas acerca de lo que llama “Sustancia española de la poesía”, donde encontramos afirmaciones como estas, en las que parece que nos quisiera definir la poesía de Miguel Hernández:
Si nos acercamos, en lo posible, a la intimidad creadora de un poeta, de un artista, en seguida advertimos esa ternura especial de su mirada que es la energía más profunda de que dispone para penetrar en el mundo y ductilizarlo en cuanto belleza. La paradoja y la eficacia de esa mirada consiste justamente en que, sin dejar de amar las cosas del mundo en su conmovedora diversidad e individualidad […], y por eso mismo, las traduce a un oscuro idioma de nostalgia que es como el barro de una nueva creación, barro de la ternura humana en que las cosas se funden, no se confunden, adquiriendo esa calidad sedienta que es el signo de su entrada en el reino del arte. Pero he dicho oscuro idioma de nostalgia, y esas palabras, tan naturalmente sentidas, esconden el misterio más grande.[2]
Más adelante se adentra Vitier en otras observaciones acerca de la poesía y nos dice lo siguiente, como si volviese sobre Miguel Hernández, en quien tan claramente vemos esos rasgos que el cubano señala en su ensayo como lo español: “El español parece que, a cualquier altura que nazca, tiene que empezar de nuevo, desde la raíz, a ser hombre, como si no tuviera padres y lo humano fuera su invención. Por eso está excepcionalmente dotado para la creación poética, porque su palabra sanguínea guarda siempre una virginidad, una ternura, una violencia, que le comunican al solo nombre de una cosa el temblor mágico de su resurrección.”[3] Ahí está el núcleo fundamental de lo que Vitier consideraba lo español en la poesía y al mismo tiempo uno de los centros de la propia poesía del autor, por el que se identifica con el fundamento mismo del poeta de Orihuela. La raíz hispánica que nutre sus poemas de adolescencia y los libros Perito en lunas (1933), El silbo vulnerado (1934), El rayo que no cesa (1935), Viento del pueblo (1937), El hombre acecha (1939), Cancionero y romancero de ausencias (1941) y los textos que no recogió en volumen, pertenecientes a la última etapa de su obra, es asimismo la fuente de la que bebieron Lezama, Vitier y los demás miembros del grupo Orígenes, herederos y renovadores de una hispanidad que renació vigorosamente en sus poemarios y que antes había cobrado nueva vida en los creadores de la generación de 1927. Miguel Hernández nos entrega el inocente júbilo de su palabra y recrea en nosotros la experiencia primigenia del poeta, canta a
NOTAS
1. Cintio Vitier. “Experiencia de la poesía”, en Poética. Prólogo de Enrique Saínz.
2. Ídem, p. 34.
3. Ídem, p. 38-39.