Seguir a este pintor en su nueva página http://palmeral2.blogspot.com.es/

jueves, 20 de marzo de 2008

MIGUEL HERNÁNDEZ Y LA POESÍA DE JOSÉ LEZAMA LIMA Y CINTIO VITIER

MIGUEL HERNÁNDEZ Y LA POESÍA DE JOSÉ LEZAMA LIMA Y CINTIO VITIER

Enrique Saínz

La obra poética de Miguel Hernández es desigual e intensa, profundamente auténtica, en ocasiones dura, acusadora, espontánea, tierna, de una triste delicadeza cuando evoca la memoria de su hijo, y en sus mejores momentos heredera de una tradición secular que España legó a la cultura occidental. Puede afirmarse que este singular poeta nos dejó una obra en consonancia consigo mismo, con una etapa inicial de tanteo y de búsqueda de un estilo, portadora en su evolución de las ideas políticas y sociales que a lo largo de su vida fue conformando la Historia en el autor, siempre partidario incansable de la justicia, de un humanismo raigal que combatió a las fuerzas más sombrías de su época, los duros años de la guerra civil española, en la que participó como combatiente y de la que más tarde fue víctima en la cárcel. Su breve existencia, tan española en la hondura de su sufrimiento por el desagarrado dolor de su infancia, la inclemente experiencia de la batalla y la destrucción en la lucha contra el fascismo, el encierro y la posterior enfermedad que lo condujo a la muerte, lo mantuvo siempre distante de academias, movimientos literarios, frivolidades, egocentrismos y todo género de vanidades y simulaciones, tan frecuentes en la vida literaria de casi todos los períodos de la historia de la cultura. Desde luego, nada de eso lo convierte en una figura importante de la poesía española, virtud que depende sólo de la calidad intrínseca de su lírica, de la mayor o menor creatividad de sus textos. Sin embargo, aunque en ocasiones el texto puro y simple no posea el vigor ni la riqueza lexical y sintáctica que vemos en otros poetas españoles de su generación, la genuina manera que tuvo este creador de apoderarse de su tradición y de su idioma, de los hechos de la vida que con tanta pasión vivió y padeció, lo identifican plenamente con una cosmovisión de gran fuerza fecundante, como sucedió con César Vallejo, su homólogo por más de una razón, si bien las obras de ambos difieren entre sí en calidad y trascendencia. Si Miguel Hernández no dejó una huella significativa en la poesía del idioma desde su escritura misma, sí puede encontrarse esa huella en lo que podríamos llamar las raíces de su estilo, esa manera de dialogar con la realidad y de plantearse las preguntas y las respuestas del individuo ante el suceder y el sentido último de la existencia, en una palabra, en esa manera tan suya de ser español, cuya más alta expresión literaria la encontramos en su poemario Cancionero y romancero de ausencias (1938-1941), lo mejor, a mi juicio, de toda su obra lírica. Ciertamente, ni el ingenuo barroquismo de muchos de sus textos primeros –homenaje a Góngora que inició la generación de 1927 y que revitalizó la sensibilidad desde una actitud vanguardista de frutos no muy perdurables, pero tan válidos como cualquier hallazgo de significación que esos autores hayan hecho–, ni el ímpetu redentor que animó sus creaciones militantes durante la guerra civil y en su visita a la Unión Soviética, ni siquiera el humanismo que rezuman sus poemas de temas tan dolorosos como el recuerdo del hijo muerto, son capaces de atravesar los años y llegar hasta nosotros con el vigor y la frescura de sus intenciones. Los rasgos definidores de esas páginas se inscriben en el movimiento renovador que por entonces experimentaba la poesía de nuestra lengua en la obra mayor de grandes creadores de España y de América Latina: García Lorca, Alberti, Neruda, Huidobro, Vallejo, Borges, herederos ellos también de una España eterna en la maravilla de su riqueza espiritual y de su heroísmo trágico. Cuando Miguel Hernández escribe Cancionero y romancero de ausencias nos entrega, en la voz de su gran tradición anónima, el más refinado espíritu del idioma y el drama que estaba en el centro de su angustia de hombre y poeta cabal. En su obra toda sentimos la presencia de un poeta que ha vivido siempre en la más profunda dimensión de lo que podríamos denominar la búsqueda insaciable de la verdad, esa esencia última de lo real, ya sea en la naturaleza, en la sociedad, en la vida trascendente, en la más límpida espiritualidad. Considero que Miguel Hernández nos ha dejado una lección de pureza que no tiene paralelo en sus coetáneos de España. Hay en su mirada y en su palabra una segunda realidad, mucho más rica y sustanciosa que la primera o evidente, mucho más aleccionadora que aquella de los hechos que no acabamos de descifrar en nuestro diálogo con el mundo.

En sus textos iniciales Lezama y Vitier se plantearon una reescritura de la vida precisamente desde esa perspectiva, desde la necesidad perentoria de hallar la verdad esencial de la poesía, problemática que sus coetáneos y predecesores inmediatos en Cuba no se habían planteado, no al menos con esa fuerza y esa decisión de tan perdurables frutos. En la poética de Hernández, en su pensamiento implícito, hallamos importantes semejanzas con las páginas de Muerte de Narciso (1937), de Lezama, y de Luz ya sueño (1938), de Cintio Vitier, dos ejemplos de una renovación que ambos trajeron a la poesía cubana y que, en el caso de Vitier, alcanzó una mayor solidez teórica en su ensayo Experiencia de la poesía, de 1944. Si leemos a Hernández desde la perspectiva de un impulso oscuro, sabio en la medida en que indaga en los frutos de la tierra y en el espacio físico de un país y a la vez en un espacio abstracto, mientras canta con mayor o menor precisión y acierto estilístico la deshumanización y las crueldades de la guerra, al hombre desalmado y al hombre justificado por sus obras, a la desdicha y el sufrimiento por la pérdida del hijo, al amor y al cariño de la mujer y madre; si leemos su poesía como un desesperado combate del hombre contra la injusticia y en busca de un paraíso perdido en la realidad social, el reino de la justicia, si leemos su obra como una rememoración continua de las fuentes más limpias y hermosas del idioma, aun en la confusión sintáctica que a veces nos abruma en sus versos, comprenderemos la afinidad con los poetas cubanos que a mediados de la década de 1930 trajeron otra manera de ver y de sentir la palabra y la realidad, hayan o no conocido entonces la obra del español, probablemente desconocido para ellos en esos momentos. No se trata, pues, de hallar una influencia directa de aquél en estos, sino de sentir la presencia en los tres de una común fuente nutricia que viene del fondo del alma española, madre de ese bellísimo capítulo de la historia de la cultura que se llama la hispanidad, de tantas y tan altas excelencias desde el Myo Cid y el Romancero. El propio Vitier había visto ya en Muerte de Narciso, al definir su originalidad, esa manera tan suya que lo aleja del barroquismo de algunos de los representantes de la generación de 1927, para señalar su otra manera de asumir la hispanidad, su otra manera de mirar y de sentir, tan distinto incluso de Góngora, a quien fusionaba en su poema junto a Gracilazo. Miguel Hernández, en esa su fuerza telúrica que lo caracterizó en vida y obra, transitó también por las lecciones gongorinas y por las maneras garcilasianas, pero desde luego con su estilo, sólo remotamente parangonable con el Lezama que nos está mostrando Vitier en sus reflexiones de Lo cubano en la poesía (1957). Sin embargo, aunque están muy lejos uno del otro en circunstancias y escritura, percibimos un aire de familia entrañable y definidor, un sentir de lejanas semejanzas, no por ello menos reales y creadoras. Apunta Vitier años antes, en Experiencia de la poesía, refiriéndose a Muerte de Narciso: “Más que un prólogo eficaz en el tiempo, la copiosa elegía significó para mí, respecto a la experiencia de este libro [Enemigo rumor] como una duda que se mezcla con las voces enigmáticas de la verdad […].”[1] En ese texto inicial de la obra lezamiana encontramos a un tiempo la deleitable contemplación de una belleza natural de extraordinaria plenitud y un oculto y en ocasiones visible drama ontológico, dualidad que hallamos asimismo en la poesía de Miguel Hernández, si bien, como ya señalamos en más de una ocasión, con un estilo diferente. Los textos juveniles del poeta español poseen un desbordado canto apasionado a la naturaleza, rasgo que volvemos a encontrar en otros muchos pasajes de su quehacer a lo largo de los años a medida que avanzamos en la lectura. Hay un gusto primario, diríamos, en los frutos naturales que el poeta recuerda o contempla, un regusto trágico en sus rememoraciones de la muerte, de la guerra o del amor, lleno el autor de lo que Unamuno, tan español, llamara, en el título de su libro mayor, El sentimiento trágico de la vida. Una primigenia relación gustosa hallamos en esas poéticas tan vitales, tan plenas de una madurez espiritual de primer orden, con diferente elaboración en la que está presente la distinción de lo americano en oposición o complemento de lo español, esas dos vertientes de la hispanidad que cada uno de estos dos poetas representa a su modo. Ya en Enemigo rumor (1941) Lezama se abre a un espacio de más dilatas dimensiones, espacio inabarcable en la descomunal absorción material que realiza, siempre imantado por un idioma que él supo transformar como nadie en su momento y que desde Martí no se integraba en la cultura universal como lo hacía ahora en los textos de este libro extraordinario. Ahí percibimos, lejanamente y como en sordina secular, la palabra de nuestros ancestros, de los poetas mayores y menores del idioma, entre ellos Miguel Hernández por la limpieza de su ímpetu primero y la tristeza de su necesidad de edificar de nuevo la vida con su poesía.

Cintio Vitier, por su parte, en las reflexiones intensas y lúcidas que hace en ese su primer ensayo y que ya nos había insinuado en su poemario de 1938, revela su origen en la plenitud de una historia espiritual que lo precede y lo conforma como individuo y como poeta. Ahí están sus páginas espléndidas acerca de lo que llama “Sustancia española de la poesía”, donde encontramos afirmaciones como estas, en las que parece que nos quisiera definir la poesía de Miguel Hernández:

Si nos acercamos, en lo posible, a la intimidad creadora de un poeta, de un artista, en seguida advertimos esa ternura especial de su mirada que es la energía más profunda de que dispone para penetrar en el mundo y ductilizarlo en cuanto belleza. La paradoja y la eficacia de esa mirada consiste justamente en que, sin dejar de amar las cosas del mundo en su conmovedora diversidad e individualidad […], y por eso mismo, las traduce a un oscuro idioma de nostalgia que es como el barro de una nueva creación, barro de la ternura humana en que las cosas se funden, no se confunden, adquiriendo esa calidad sedienta que es el signo de su entrada en el reino del arte. Pero he dicho oscuro idioma de nostalgia, y esas palabras, tan naturalmente sentidas, esconden el misterio más grande.[2]

Más adelante se adentra Vitier en otras observaciones acerca de la poesía y nos dice lo siguiente, como si volviese sobre Miguel Hernández, en quien tan claramente vemos esos rasgos que el cubano señala en su ensayo como lo español: “El español parece que, a cualquier altura que nazca, tiene que empezar de nuevo, desde la raíz, a ser hombre, como si no tuviera padres y lo humano fuera su invención. Por eso está excepcionalmente dotado para la creación poética, porque su palabra sanguínea guarda siempre una virginidad, una ternura, una violencia, que le comunican al solo nombre de una cosa el temblor mágico de su resurrección.”[3] Ahí está el núcleo fundamental de lo que Vitier consideraba lo español en la poesía y al mismo tiempo uno de los centros de la propia poesía del autor, por el que se identifica con el fundamento mismo del poeta de Orihuela. La raíz hispánica que nutre sus poemas de adolescencia y los libros Perito en lunas (1933), El silbo vulnerado (1934), El rayo que no cesa (1935), Viento del pueblo (1937), El hombre acecha (1939), Cancionero y romancero de ausencias (1941) y los textos que no recogió en volumen, pertenecientes a la última etapa de su obra, es asimismo la fuente de la que bebieron Lezama, Vitier y los demás miembros del grupo Orígenes, herederos y renovadores de una hispanidad que renació vigorosamente en sus poemarios y que antes había cobrado nueva vida en los creadores de la generación de 1927. Miguel Hernández nos entrega el inocente júbilo de su palabra y recrea en nosotros la experiencia primigenia del poeta, canta a la Historia y a la Vida, a la fugacidad y a la belleza como lo harían más tarde otros autores de la lengua, como lo harían. Cada uno a su modo, Lezama, Vitier, Eliseo Diego, Octavio Smith, Gastón Baquero, Fina García Marruz, Ángel Gaztelu, continuadores de una herencia que tuvo en el poeta candoroso y dolorido que peleó por la justicia, fue encarcelado y murió enfermo y pobre, a un hermano menor de Góngora y de Gracilaso.

NOTAS

1. Cintio Vitier. “Experiencia de la poesía”, en Poética. Prólogo de Enrique Saínz. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1997 (Obras 1), p. 29.

2. Ídem, p. 34.

3. Ídem, p. 38-39.



[1] Cintio Vitier. “Experiencia de la poesía”, en Poética. Prólogo de Enrique Saínz. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1997, p. 29.

[2] Ídem, p. 34

[3] Ídem, p. 38-39.

Archivo del blog

Datos personales

Mi foto
Alicante, ALICANTE (ESPAÑA), Spain
Página administrada por el pintor, poeta, escritor y conferenciante Ramón Fernández "PALMERAL".