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jueves, 20 de marzo de 2008

LA CONSAGRACIÓN DE LA PRIMAVERA Y LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA


Leonardo Padura

Cuando en 1978 se produce al fin la esperada publicación de La consagración de la primavera, Alejo Carpentier ha concluido un ambicioso y agónico proceso en el que se ha visto enfrascado por unos quince años, y cuyo propósito fue escribir una obra dedicada exclusivamente al tema de la Revolución, pero esta vez coronada con la apoteosis de una revolución triunfante como colofón argumental de la novela.

El tema de las revoluciones, como se sabe, fue una de las recurrencias de la narrativa del novelista cubano. Desde su primera obra de madurez, El reino de este mundo (1948), dedicada al proceso de ascenso y desintegración de la revolución independentista haitiana, la visión historicista y filosófica de las revoluciones aparece en otras dos de sus novelas capitales: El acoso, de 1956, ubicada en el contexto de la frustrada revolución popular de 1933 que siguió al derrocamiento del dictador cubano Gerardo Machado y, sobre todo, en El siglo de las luces, su gran novela de 1962, también de compleja y dilatada elaboración, y en la cual se introduce en el proceso de la gran revolución burguesa de Francia y sus consecuencias en la América Latina, donde tanto peso tuvo en la gestación de la independencia haitiana y, poco después, en la ruptura de la relación colonial de casi todos los territorios españoles en el Nuevo Mundo.

El hecho de que en esas tres novelas se abordaran procesos revolucionarios que, sin fracasar el todo, quedaron a mayor o menor distancia de los objetivos políticos y sociales que estuvieron en sus principios gestores, provocó que parte de la crítica le achacara al escritor una cierta visión pesimista sobre los destinos revolucionarios, una postura incluso existencialista, y hasta inoportuna políticamente, como ocurrió a raíz de la publicación de El acoso, según la opinión de Juan Marinello. Tal vez esos juicios, el carácter mismo de los fenómenos históricos que reflejó en esas obras y la propia realidad que Carpentier vive en Cuba a partir de 1959, impulsó el interés del escritor por elaborar una novela donde, a una suma de fracasos históricos, siguiera la consumación de una victoria revolucionaria capaz de cambiar, real y radicalmente, un estado de cosas ya inadmisibles en el plano político y social. A ese propósito intrínseco habría que sumar, a mi entender, otra intención que sin duda sustentó y atizó el proyecto novelesco concretado en 1978: la escritura de una novela sobre la Revolución Cubana, quizás la Novela de la Revolución Cubana por la que se había estado clamando, en los medios artísticos y académicos de la isla de esos años, como una ausencia inexplicable, como una necesidad insoslayable para la literatura nacional.

Los agónicos tientos y diferencias entre los que se movió Carpentier para concretar su propósito literario tal vez pueda hacerse patente si seguimos la complicada y por momentos contradictoria gestación de la novela. Como hemos podido rastrear en investigaciones anteriores (1), a lo largo de quince años Carpentier fue dando diversas noticias, generalmente optimistas y muchas veces contradictorias, sobre la escritura de una obra de carácter épico, dedicada a la revolución triunfante. Llamada en principio El año 59, considerada después parte de una trilogía que integraría también una novela breve titulada Los convidados de plata, luego fundidas ambas obras en una mayor, lo cierto es que solo en 1978 el escritor dio a sus editores la obra definitiva que sería La consagración de la primavera.

El complejo y errático proceso de elaboración de esta novela tiene, a mi entender, un origen conceptual bastante evidente: se trata de una obra en la que su autor asumía plenamente un compromiso político-ideológico expreso, y para sustentarlo había optado por reproducir, con precisión de cronista, una sucesión de acontecimientos reales, tratados casi con respeto testimonial, con los que se propuso contar una sola historia (la que relata su argumento), desde una sola perspectiva estética (la de un realismo ortodoxo e historicista). Pero, tratándose de una novela esencialmente política, de sucesos y valoraciones políticas expresas, este realismo a ultranza conduce al escritor hacia la difícil manipulación de ciertas reglas de la estética entonces vigente y actuante del realismo socialista, tan ajenas a su universo literario tradicional y en franco detrimento de su visión de lo real maravilloso (sistema en el que abundan los componentes de lo mágico, lo insólito y lo extraordinario) como modo de expresión de las singularidades americanas. En este sentido, La consagración de la primavera resulta una novela ideotemáticamente atrapada en el conflicto general que caracteriza el arte cubano de los años 70 y hace evidente que ni la estatura artística del escritor ni su lejanía física del ambiente cultural del país –diplomático en París desde 1966- consiguieron liberarlo de los pesados lastres de la ortodoxia instituicionalizada de ese período y de los dogmas estéticos entonces en boga.

No obstante, en el espíritu de ese período, un crítico tan respetable como Rogelio Rodríguez Coronel, hace la defensa ideoestética de la novela y asegura que:

En La consagración de la primavera culmina la evolución del método artístico y la perspectiva ideológica de un escritor que encuentra respuesta a las inquietudes que en torno al hombre y su realidad histórica se debaten en toda su obra. Es el surgimiento de un mundo mejor en el reino de los hombres lo que, desde un punto de vista teórico y práctico, provoca una maduración ideológica del ámbito carpenteriano, lo que le otorga un sentido objetivo a su concepción de la historia, lo que reacondiciona valores estéticos --gnoseológicos y artísticos-- presentes en su narrativa del período prerrevolucionario. (2)

Estamos pues ante una novela política, ortodoxamente política y por tal razón, la historia, más que marco, universo, referencia, panorama, es ahora pauta que obliga al argumento a seguir una determinada sucesión de acontecimientos justamente históricos, una cronología de la cual a Carpentier no se le ha escapado ningún hecho significativo: desde la Revolución de Octubre hasta el triunfo de Playa Girón, pasando sobre el ascenso del fascismo, la Guerra civil española, la II Guerra Mundial y la "rusofilia", el maccartismo y el antisovietismo, el gangsterismo y la corrupción de los gobiernos auténticos en Cuba, el golpe de estado del 52, así como la imprescindible concatenación entre el Asalto al Moncada, el juicio a Fidel Castro, el desembarco del Granma, los sucesos del 13 de marzo de 1957, la lucha en la Sierra Maestra y en las ciudades, la represión de la dictadura batistiana y la victoria de 1959, seguida por la enunciación de cada una de las leyes revolucionarias significativas y la proclamación del carácter socialista de la Revolución cubana...

La elipsis que caracterizó el tratamiento de la historia en obras como El reino de este mundo y la visión de la Revolución Francesa por sus ecos más que por sus acontecimientos cimeros, deja aquí su lugar a un paralizante desenvolvimiento cronológico que va a determinar históricamente la vida de unos personajes novelescos movidos sólo por los vientos de la gran historia más que por sus decisiones y actitudes personales, aun cuando ellos mismos no sean protagonistas activos de los grandes acontecimientos.

El huracán generador de esos vientos, y sobre el cual me centraré en esta ocasión es una de las derrotas históricas más polémicas, dolorosas y sórdidas sufridas por la humanidad en el siglo pasado: la llamada Guerra Civil Española (GCE), que se desarrolló entre julio de 1936 y abril de 1939, cuando se concreta al fin la victoria de las tropas franquistas. En el espacio histórico de esa guerra, Carpentier ubica el inicio de la trama novelesca cuando se produce el encuentro entre los que luego serán sus protagonistas y conductores de los hilos narrativos de la historia: Enrique, el joven cubano entonces integrante de las Brigadas Internacionales (BI), y Vera, la bailarina rusa, emigrada de su patria luego del triunfo de la Revolución de Octubre de 1917 y llegada a España solo por razones del corazón.

Aunque desde el plano propiamente argumental los sucesos de la Guerra Civil ocupan un pequeño espacio en la novela, la experiencia vivida por ambos personajes y otros de su entorno más cercano, van a marcar todo el desarrollo político y psicológico de estos caracteres: la GCE es, pues, el motivo generador de la novela, un encontronazo con la Historia que marca sus vidas, y por lo tanto su importancia ideotemática es decisiva en los conceptos que a lo largo de una extensa novela manejará Carpentier. Sin embargo, resulta cuando menos curioso que en el detallismo histórico (y arquitectónico, folclórico, cultural que llegan hacer farragosa la lectura del texto novelesco), la GC tenga solo una visión de conjunto, casi externa, algo que también ocurre para el relato de Vera sobre la Revolución del Octubre, aparecido casi al final de la novela, y estructuralmente encajado a la fuerza en el argumento. Los acontecimientos históricos precisos del conflicto español apenas están recogidos, solo se llega a tener la noción de que se trata de un enfrentamiento entre buenos y malos históricos, sin que se asuma ninguno de los claro-oscuros que caracterizaron ese conflicto. Resulta significativo, por ejemplo, que una figura como Pablo de la Torriente Brau es si acaso una mención veloz por parte de uno de los personajes, sobre todo si tenemos en cuenta que el combatiente y comisario político cubano participó y murió en esa guerra precisamente como integrante de sus Brigadas Internacionalistas, a las que pertenece Enrique, el protagonista de la novela y los personajes que con él se relacionan.

El antecedente más notable de la visión carpenteriana sobre la GCE se encuentra en una serie de reportajes, publicados en La Habana entre septiembre y octubre de 1937 (3), y en los que se narran las peripecias y observaciones del periodista de la España en guerra durante los días del Congreso Internacional de Escritores antifascistas celebrado en Valencia y su posterior visita a un Madrid bombardeado y asediado por las fuerzas fascistas. Un dato importante: esta visita de Carpentier ocurre en julio de 1937, precisamente cuando en el frente se están produciendo los sangrientos combates en Brunete y, en la retaguardia republicana, la eliminación política y hasta física de diversas facciones revolucionarias, en especial la del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), organización de extrema izquierda en cierta forma cercana a los principios filosóficos y estratégicos del trotskismo y, por tanto, opuesta a la política que los asesores soviéticos y el Partido Comunista tratan de imponer en la zona republicana. Pero ni Brunete ni la represión y purga tienen peso alguno en esta serie de cuatro reportajes, dedicados en lo esencial a la actitud cotidiana de los españoles, pues, como anuncia en la introducción a la serie, “Menos me interesa que conozcáis ‘hechos’ a que conozcáis ‘hombres’.” Y aunque en ese mismo texto promete “llevaros conmigo (...) a los campos de batalla de Guadalajara [y] a la sede de las Brigadas Internacionales”, la promesa es incumplida y quedamos sin la posibilidad de tener una visión contemporánea e in situ de la situación de esos Internacionales, que luego se convertirán en los personajes de La consagración de la primavera.

En la novela, la GCE está dada desde las miradas de cuatro personajes diferentes: de un lado Vera, rusa blanca, que rechaza la política y teme a todo lo que tenga alguna relación con la revolución y, por tanto, poco aporta a la comprensión del conflicto; del otro Enrique, miembro de la alta burguesía cubana, joven recién politizado con ideales de izquierda a partir de su participación en la oposición antimachadista como estudiante universitario habanero; además aparecen la de Jean Claude, el compañero sentimental de Vera, intelectual francés, hombre de alta y vasta cultura, que asume filosóficamente la responsabilidad de participar en la contienda española como voluntario y la de Gaspar, músico popular cubano, hombre práctico, militante ortodoxo del joven partido comunista de la isla y que se enrola en las BI por sus convicciones políticas.

La llegada de Vera a Valencia, en viaje hacia Benicassim, marca el inicio de la novela. La bailarina, que se dirige a un hospital donde se recupera su amante Jean Claude, tiene una primera relación con el mundo de la guerra en la ciudad que entonces era la capital de los republicanos y donde conoce a Enrique, también convaleciente de una herida de guerra. Este encuentro ocurre en los días posteriores a la dolorosa batalla de Brunete, en julio de 1937, considerada una victoria republicana en la cal, sin embargo, se afirma que estos perdieron 25 mil hombres por 13 mil sus enemigos.

La guerra, en una Valencia lejana de los frentes de combate pero sometida a bombardeos nocturnos y en un Benicassim aislado de la actividad militar del conflicto, se ve, por tanto, desde un ángulo sesgado (mucho más sesgado que el aportado por Fabricio del Dongo de la batalla de Waterloo, que cita el propio Carpentier en la novela). Sus personajes no están en los frentes de combates ni envueltos en las complejas urdimbres de la retaguardia (el Madrid asediado por los fascistas que aparece en los reportajes de 1937 o la Barcelona ardiente por las contradicciones entre los propios republicanos que Carpentier no menciona ni en la novela ni en esos mismos reportajes). Enrique, Gaspar y Jean Claude se encuentran en un balneario donde funciona un hospital para miembros de las Brigadas Internacionales heridos en combate. Este es un sitio donde la vida de los personajes transcurre entre baños en el mar, noches de amor y asistencia a magníficos y combativos espectáculos animados por Paul Robeson. Pero curiosamente tal encuentro ocurre, ni más ni menos, en medio del año 1937 (justo cuando Carpentier había visitado España), uno de los momentos más complejos de todo el complejo transcurrir de la contienda, cuando no solo se combate de manera especialmente violenta contra los franquistas (que en ese año habían cometido dos de las grandes masacres de la guerra, los bombardeos de Málaga, en febrero, y el célebre de Guernica, en abril, en los que participan directamente las tropas y equipos italianos y alemanes que pelean en el bando de los rebeldes), sino cuando se han destapado ya todas las pugnas subyacentes en el bando republicano, existentes desde los mismos días del triunfo electoral del Frente Popular, a principios de 1936, varios meses antes del inicio del conflicto.

¿Por qué esta visión “sesgada”, más aun, distante, de la guerra y de las pugnas interiores que hacían arder el corazón dividido de la República, cuando precisamente la experiencia vivida en ese momento marcará definitivamente los destinos de Vera y Enrique, el de Gaspar y el del fallecido Jean Claude, y afectará desde ese instante todo el universo de relaciones entre los personajes que se establece en la novela y, lo que es más importante, su misma tesis política? ¿Por qué el regodeo, mientras se desarrollan la guerra y las purgas en la retaguardia, en episodios como el espectáculo en que participa Paul Robeson, o la evocación de la maestría de la Pavlova, o de la bohemia parisina y sus devaneos políticos –regodeos nada extraños, es cierto, en una novela donde las digresiones abundan hasta el cansancio? ¿Por qué ese lejanía de las fuentes de conflictos que apenas hace visible el papel del PCE, del gobierno socialista y sus políticas (primero con Largo Caballero, luego con el doctor Juan Negrín) o de la importante y polémica presencia de los asesores soviéticos y los dirigentes de la Comitern, esenciales estos últimos en la actuación y destino de las Brigadas Internacionales con las que combaten Enrique, Gaspar y Jean Claude?

Antes de aventurar una respuesta vale la pena que nos ubiquemos con mayor precisión en el contexto histórico en que se produce el primer encuentro de estos cuatro personajes.

La España republicana de julio de 1937 es la del asentamiento del control soviético sobre muchas decisiones republicanas que al fin se concreta luego de los sucesos de mayo de ese año en Barcelona, y que provocaron la pérdida de poder de los anarquistas, la caída del gobierno de Largo Caballero, el ascenso a la magistratura de Negrín y, casi de inmediato, las consiguientes represiones contra los grupos anarquistas y, en especial, contra los comunistas radicales del POUM. Esta historia tiene su momento más álgido y célebre con la captura, desaparición y asesinato del líder poumista Andreu Nin, por órdenes de los asesores soviéticos de la inteligencia policial y militar (NVDK y GRU), como ha sido fehacientemente demostrado por las investigaciones publicadas en los últimos años (4). La necesidad de un control de la situación de la guerra, de conseguir la disciplina y un mando único en un sector republicano aquejado por anarquismos y fraccionalismos y el ascenso de la influencia de los enviados de la Comintern y de la dirección del Partido Comunista en sectores claves de la política y el ejército, han significado, justo para esta fecha, la victoria de una disputa iniciada desde el mismo levantamiento de los militares, cuando los republicanos se dividieron en dos tendencias encontradas: la de los que deseaban hacer la guerra y con ella la revolución (anarquistas, grupos sindicalistas asociados a la Federación Anarquista Ibérica y el POUM) y los que sostenían que el propósito estratégico era ganar la guerra y después, crear las condiciones para una posible revolución (posición sostenida por sectores del socialismo y sus sindicatos afines –la UGT- y por el Partido Comunista). Esta última postura, como es fácil colegir, era alentada y luego exigida por Moscú, y sostenida por sus enviados militares y de inteligencia y por los hombres de la Comitern. La posposición de cualquier brote revolucionario respondía a una política soviética, ciertamente más realista (aunque de fines oscuros que luego la historia se encargaría de develar), dadas las condiciones de España y su conexión con la situación europea, pues Moscú optaba por el apaciguamiento político de las democracias occidentales, a las cuales no se quería alarmar con la idea de que desde el Kremlin se alentaba una revolución proletaria en España.

Para que se tenga una idea de hasta qué punto se había establecido la política de posposición revolucionaria, en una fecha tan temprana como el 23 de julio de 1936, prácticamente con el inicio de los combates, se había producido una reunión del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista (CEIC), aquella reunión de partidos completamente plegados a los designios y políticas de Moscú. En el cónclave se discutió el papel de los comunistas en los acontecimientos españoles: su conclusión más importante, según el informe remitido por Dimitrov, fue que España todavía no estaba preparada para una verdadera revolución. El documento elaborado por el Ejecutivo afirma que “en la presente etapa no deberíamos asumir la tarea de crear soviets y de tratar de establecer una dictadura del proletariado en España”, pues no existían condiciones para ello. Los comunistas, en cambio, debían reforzar la República democrática y actuar bajo la apariencia de defender esa República y, “cuando nuestras posiciones se hayan reforzado, podremos ir más allá” (5). Del otro lado, tanto los anarquistas como los miembros del POUM, entonces liderado por Andreu Nin, sostenían la necesidad de cambios revolucionarios a los que, de hecho, ya se habían lanzado a través de colectivizaciones y repartos de tierra entre campesinos, pero sin el aval de un programa político articulado y realista. En el terreno militar estas tensiones tuvieron un reflejo casi inmediato y mientras el gobierno trataba de organizar un ejército con los militares que se habían mantenido fieles a la República y numerosos voluntarios, contando para ello con las armas y los asesores soviéticos, los libertarios y el POUM sostenían sus propias milicias, y uno de los jefes militares anarquistas, Buenaventura Durruti, prácticamente se convertía en el líder más notable de las huestes antifranquistas.

Pero en agosto de 1936 Stalin había dado un paso más allá y había enviado a España al tétrico oficial de la NKVD Alexander Orlov: su misión era eliminar a quienes desde posiciones marxistas revolucionarias se oponían a los comunistas. Orlov, que también fue el encargado de la operación de salida hacia Moscú del tesoro español, sería el responsable de la preparación y dirección de la purga del POUM que condujo a la muerte de Nin y otros opositores. (6). No es para nada casual que la llegada de Orlov a España se haya producido justo cuando en Moscú se celebra el primero de los lamentables procesos de los años 30 (el juicio, entre otro, contra Zinóviev y Kámenev) y por eso tampoco es fortuito que Pravda llegase a publicar que “en Cataluña, corazón del anarquismo, la limpieza de elementos trostkistas y anarcosidicalistas se llevaría a cabo con la misma energía que en la URSS”.

La complejidad de este panorama político, que finalmente daría al traste con las aspiraciones de victoria del bando republicano, escapan de la posibilidad del análisis que nos hemos propuesto en este breve estudio y por eso apenas nos conformaremos con un esbozo de la situación, capaz, pienso, de hacer evidentes las tensiones que se ponían en juego. Pero algo queda claro –o parece haber quedado claro- en la política de los soviéticos hacia España: Stalin no deseaba ni buscaba una revolución en aquel país. Y esa exigencia, hecha por el único aliado real con que contó la República a lo largo de más de dos años de guerra, el único del que podía esperar las armas con las que resistir y si acaso vencer, marcaría el signo de la contienda, sin que muchos de sus participantes (especialmente los brigadistas voluntarios) tuvieran una idea de ello.

Las Brigadas Internacionales, queriéndolo o no, formaron parte de este conflictivo panorama, tanto en el frente como en la retaguardia, pues su presencia y papel en España fueron utilizados como argumento por unos y otros sectores del caleidoscopio político del bando republicano.

Carpentier, al acercarse en la novela al ambiente de la GCE y al papel de las Brigadas Internacionales, tuvo en su contra dos importantes aspectos que debemos tener en cuenta: en primer lugar su defensa, silenciosa pero defensa al fin (encargada sobre todo a Gaspar), de la posición de los comunistas en la contienda; en segundo y no menos importante lugar, una coyuntura histórica que lo desbordaba: su limitada perspectiva epocal, pues es un hecho científicamente comprobado que las investigaciones históricas realizadas en los últimos veinte años, sobre todo a partir de la glasnost, la apertura de archivos soviéticos y la misma desaparición de la URSS, sumado al proceso de revisión por los autores españoles de diversos aspectos y momentos de la contienda, han arrojado una luz reveladora sobre los acontecimientos, capaz, incluso, de modificar ciertos análisis históricos y de reubicar y hasta de colocar en su justo lugar una cantidad notable de sucesos y valoraciones. La GCE que pudo “leer” Carpentier, es mucho menos compleja, contradictoria y cercana a las realidades históricas que la que pueden estudiar los investigadores de hoy.

Como se sabe, en el propio año de 1936 se produce la llegada de voluntarios antifascistas a España. Este fue, en principio, un movimiento espontáneo generado por la solidaridad y el sentimiento antifascista, pero pronto fueron funcionarios del Comintern, en coordinación con Moscú, quienes organizaron a aquellos hombres en las llamadas Brigadas Internacionales. Asesores soviéticos y de la Comitern entrenaron a aquellos hombres llenos de fe –muchos de los cuales ni siquiera sabían marchar o cargar un fusil- y los condujeron poco después al combate.

Con justicia se ha reconocido el papel decisivo de las Brigadas Internacionales, sobre todo a lo largo del primer año de la guerra (1936-37) y específicamente en situaciones tan álgidas, como la defensa de Madrid, en noviembre de 1936, en Las Rozas, en enero de 1937, en la batalla de Jarama, en febrero de ese año y en la que el coronel Sverchevsky (conocido como Walter en España) califica como “la afanosa y enlodada marcha de Guadalajara, cuando derrotaron a las columnas fascistas italianas”. “Guadalajara constituye, a mi juicio, la página más espléndida y más brillante en la historia de las Brigadas Internacionales”, afirmaría Sverchevsky (6).

Pero a partir de aquellos acontecimientos –justo cuando se encuentran en Benicassim los protagonistas de la novela- ha comenzado a producirse un declive de su importancia relativa. La organización más férrea y efectiva del Ejército Popular, con un mando en el que se destaca una mayoría de oficiales comunistas, más disciplinados y organizados, sumado a la ubicación de soldados españoles en las unidades de los internacionales, cambió el carácter de estos contingentes y comenzó a provocar diferencias que llegarían a tornarse dramáticas. Uno de los problemas que creó tensiones, según documentos de la época, fue la idea de que los brigadistas estaban “salvando” a España, y no que solo la estaban “ayudando”, lo que engendró un doloroso conflicto con los españoles integrados a las brigadas, con el resto del Ejército Popular y con el mismo gobierno de Valencia (7).

El año 1937 marca pues un rápido declive de las Brigadas, tal y como se concibieron en los primeros meses de la guerra, que casi se disuelven, por las bajas y luego por la ubicación de miembros del ejército regular en ellas. Se comienzan a hacer patentes entonces los conflictos internos y los internacionales se quejaban de que les llegaban pocas armas y, sin embargo, eran enviados al sector más difícil de la batalla. Algunos autores, documentos en mano, hablan entonces de que empieza a dominar la noción de que las brigadas eran utilizadas como fuerza de choque, por su valor propagandístico, y no por que se le consideraba una fuerza bélica seria. (8) e incluso Palmiro Togliatti, nuevo representante de la Comintern, y varios oficiales soviéticos, envían documentos a Moscú en los que hablan de la desmoralización de las brigadas.

Justo en el momento en que Carpentier ubica el inicio de la novela, la situación de esta fuerza es descrita del modo siguiente en una “Nota confidencial sobre la situación de las Brigadas Internacionales”, fechada en junio del 37: “La gran mayoría de los oficiales y voluntarios de las Brigadas Internacionales son militantes u hombres con conciencia política que saben ver, juzgar y entender. Ya sean comunistas o socialistas, republicanos o antifascistas sin pertenencia a un partido político definido, todos ellos se sienten hoy día deprimidos por la idea de que las BI son consideradas un cuerpo extraño, una banda de intrusos, no diré que por todo el pueblo español, pero sí por la gran mayoría de los dirigentes políticos, soldados, funcionarios y partidos políticos de la España republicana”. Los jefes españoles los consideran algo así como una Legión Extranjera que pelea por dinero y que solo tienen un deber: el de obedecer, comenta el documento, y agrega: “Es evidente que los militantes de las BI son muy conscientes de esa situación; es inevitable que perciban ese trato como un insulto a sus convicciones antifascistas y a los millones de camaradas que vinieron con ellos y que han caído desde entonces en defensa de la España republicana”. “Los voluntarios de las BI tienen la impresión de que se les confía sistemáticamente los sectores más difíciles en cada batalla. Al principio lo achacaban a los azares de la guerra. Hoy en día ya no toleran que se les diga que su situación es una coincidencia, y ven por el contrario en ello un propósito deliberado de aniquilar y sacrificar los contingentes internacionales” (9). Y al referirse a un combate específico en que una brigada participó en circunstancias muy difíciles, comenta: “No es que esa brigada haya sido vencida, es que ha sido asesinada”.

Este informe, al parecer fue escrito por Vital Gayman, comunista francés conocido como Vidal, uno de los jefes de la base de las BI. Y aunque tal vez el informante carga la mano en ciertos tintes oscuros, lo cierto es que ésta es una de las opiniones existentes y que llega a Moscú.

En esta época, sin embargo, las BI, a pesar de las bajas sufridas y las deserciones, todavía constituía la cuarta parte de la fuerza de choque del ejército republicano, y comenta Vidal: “…los supervivientes de los veinticuatro mil voluntarios que han venido a España [Enrique y Gaspar entre ellos] no deben regresar a sus hogares con la impresión de que su sacrificio por la causa será ignorado o inútil”. (10).

Solo un mes después del encuentro de Vera y Enrique en Valencia, André Marty, también envía a Moscú sus opiniones. Marty, uno de los hombres fuertes de la Comintern en España era, precisamente, el jefe de la comandancia de las Brigadas y uno de los encargados de ejecutar la política soviética en territorio español. Para que se tenga una idea de las tensiones que se vivían entre los republicanos, poco antes de los sucesos de mayo del 37 en Barcelona, Marty había acusado al anterior presidente, Largo Caballero, de organizar una campaña “oculta, pero cuidadosamente pensada y sistemática” contra las BI, los soviéticos, los comunistas y los comisarios comunistas en el frente. Ahora, hacia mediados de 1937, Marty informa que ya se está produciendo un proceso sistemático de dispersión de los cuadros internacionales, que amenaza con la autodestrucción de las BI, cuya dirección se ha resquebrajado significativamente, tanto en las unidades militares como las políticas. Asimismo, considera que se ha debilitado la atención y ayuda a las BI por parte de los consejeros militares y que, como resultado de todo ello, la situación político-moral de las BI es insatisfactoria y exige que se adopten medidas urgentes.

Por su parte Manfred Stern (a. Emilio Kléber), uno de los consejeros de más alto rango, afirma que los internacionales falsificaban informes y desafiaban al mando de la base de Albacete, al mismo tiempo que trataban a los soldados españoles de las brigadas como ciudadanos de segunda clase en su propio país. También muestra en un informe secreto que los internacionales eran en gran medida culpables de los problemas que sufrían las unidades. (11)... Todas estas opiniones, como se ha visto, parten de los propios directivos de las Brigadas y forman parte de la documentación de la época destapada en Moscú medio siglo después, y aunque podamos dudar de su exactitud en una coyuntura histórica en la que la mentira se convirtió en estrategia de supervivencia para los enviados de Moscú –la mayoría de estos asesores, llamados en la URSS “los españoles” serían después purgados y fusilados, entre ellos el mismísimo Vladimir Antonov-Ovseenko, el héroe de la toma del Palacio de Invierno-, la situación no parece haber sido tan romántica y simple como la vio y reflejó Carpentier.

Ya a principios de 1938 las BI habían declinado como fuerza de combate y solo contaban para los soviéticos y el Comintern como medio de propaganda e instrumento de negociación con las demás potencias. En el interior de las BI existía todo tipo de problemas, incluso étnicos, pues unas nacionalidades se consideraban superiores a las otras. Además de la subvaloración de los españoles (a los que acusaban muchas veces de las derrotas) había prejuicios contra los judíos, los franceses, etc. Las deserciones fueron creciendo y en diciembre de 1937 los comandantes se negaban a dar las cifras para encubrir la cantidad. Paralelamente, el prestigio de personajes como André Marty había decaído y por su disciplina y métodos de terror fue apodado “el carnicero de Albacete”.

Una sexta parte de los voluntarios había desaparecido en mayo de 1938: o habían desertado o se trataba de “elementos poco fiables” que habían sido sacados de circulación por diversos medios. A mediados de año sólo quedaban 5 mil combatientes, totalmente agotados y casi sin capacidad de combate. El anuncio del retiro de esos soldados podía servir, no obstante, como golpe propagandístico para obligar a los fascistas a hacer lo mismo con las unidades alemanas e italianas.

El 29 de agosto Jorge Dimitrov envía un memorandum a Manuilsky y a Voroshilov (director en Moscú de las operaciones españolas, quien lo remite a Stalin inmediatamente) sobre el planteamiento del Buró político del PCE y de Marty sobre la evacuación de los voluntarios de las BI. El presidente del gobierno español, Negrín, también insistía en la evacuación, pues tiene noticias de que los hombres están agotados y las BI han dejado de existir, de hecho, como unidades especiales. Sacarlas demostraría además la suficiencia del ejército republicano y quitaría pretextos a la intervención de Alemania e Italia. La Comitern se muestra de acuerdo en la evacuación (12).

La orden de disolución la dio Negrín, aunque ya no tenía control sobre las BI, pero incluso los documentos prueban que para hacerlo tuvo que pedir el permiso del PCE y el Comintern. Sin embargo, solo Stalin tenía autoridad para tomar la decisión y debió consultarse su parecer. (13). Finalmente, el 15 de noviembre de 1938, se celebra en Barcelona un gran desfile para despedir a los restos de las Brigadas Internacionales. El doctor Juan Negrín, jefe del gobierno, y la dirigente comunista Dolores Ibárruri, la Pasionaria, agradecen a los voluntarios su valiente intervención al lado de la España republicana. Era el fin de un historia heroica, llena de contradicciones en la que, a pesar de visibles desavenencias y ocultos manejos políticos, primó el romanticismo de hombres de todas partes del mundo que lucharon y murieron por detener el avance del fascismo y por la democracia y la revolución en España.

La falta de información y perspectiva histórica, sumada a una visión que hemos llamado “sesgada” de los acontecimientos de la guerra, dejaron fuera de La consagración de la primavera la mayoría de estos conflictos y acontecimientos que tanto debieron o pudieron influir en la actitud posterior de sus personajes. En un momento de la novela, cuando Enrique y Gaspar se refieren a las causas de la derrota este último ofrece su opinión: “la perdimos [la guerra] en España porque las retaguardias estaban podridas, por disensiones, anarquismos y puñeterías” (14), sin más capacidad, posibilidad o deseos de profundizar en su análisis, por lo que Enrique, que tampoco tiene una respuesta, apenas apunta que: “no compartía su visión harto simplificadora de los hechos” (15). Pero la visión complejizadora tampoco aparece entonces.

Los acontecimientos vividos en España, además, no parecen haber enriquecido realmente la visión histórica de los personajes. El mismo Gaspar, al referirse a otra coyuntura de gran complejidad, de muchas lecturas y que tantas decepciones provocó, opina sobre el pacto germano-soviético de agosto de 1939 que ha sido una jugada maestra para aplazar una guerra inevitable con Alemania, mientras que la invasión soviética a Polonia tiene como descargo el juicio de que “más valía que media Polonia hubiese sido soviética a que Polonia toda fuese nazi” (16). Como era de esperar, Gaspar se cuida de mencionar las invasiones a los países bálticos, la ocupación de una parte de Rumanía y el fracaso sufrido por el ejército Rojo en su invasión a Finlandia. Enrique, como era de esperarse, vuelve a irse sin opinión.

Solo la visión tradicionalmente romántica –que incluso un autor como Hemingway puso en duda en Por quién doblan las campanas, una novela escrita casi al calor de la guerra, o que Orwell rechazó en su revelador Homenaje a Cataluña (17), escrito incluso antes de que terminara la guerra-, es la que nos deja La consagración de la primavera. La necesidad o el deseo de problematizar la frustración o el aborto de una revolución en un libro dedicado a la revolución, no parecía estar entre sus intereses ideológicos y políticos, quizás porque las verdades españolas, mal conocidas o conocidas a media, podían ser lacerantes y contradictorias en un texto que es un canto a la necesidad y la apoteosis de las revoluciones.

"Abrí todas las ventanas de la casa. Las calles estaban llenas de una multitud jubilosa (...) Frente a mí pasaron algunos con el puño en alto: "¡Viva la Revolución!". "¡Viva!" -dije. -"Más alto, no se la oye" -me dijo el médico. -"¡Viva la Revolución!" (18)

Es el grito final de Vera, la apolítica, la que ha sufrido el trauma de las revoluciones, la que no leía periódicos ni quería saber de política. Pero es también la voz de Carpentier, marcando el signo ideológico y el propósito esencial de su agónica y última novela.

Mantilla, enero de 2008.


Notas.

(1) Ver Leonardo Padura. Un camino de medio siglo. Carpentier y la narrativa de lo real maravilloso. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1994, pp. 359-360.

(2) Rogelio Rodríguez Coronel. La novela de la revolución cubana, Ed. Letras Cubas, La Habana, 1986, p. 259.

(3) Alejo Carpentier. “España baja las bombas (I-IV)”, en Crónicas, tomo II, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1978.

(4) Ver José María Zavala. En busca de Andreu Nin. (Prólogo de Stanley G. Payne), Plaza y Janés, Barcelona, 2005.

(5) Ronald Radosh, Mary R. Habeck y Grigory Sevostianov. España traicionada. Stalin y la guerra civil. Planeta, Barcelona, 2002, p.513.

(6) Ibidem, p. 150. Ver también José María Zavala, op. cit.

(7) Ibidem, p. 513.

(8) Ibidem, p. 290-291.

(9) Ibidem, p. 289 y 299.

(10) Ibidem, p. 305.

(11) Ibidem, p. 328.

(12) Ver Ibidem.

(13) Ibidem, p. 511.

(14) Alejo Carpentier. La consagración de la primavera, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1979, p. 211.

(15) Ibidem, p. 212

(16) Ibidem, p. 210.

(17) George Orwell. Orwell en España. Homenaje a Cataluña y otros escritos, Ed. Tusquets, Barcelona, 2003. Entre otros libros que profundizan con nuevos argumentos en la historia de la GCE es recomendable la lectura de Ángel Viñas. El escudo de la República. Crítica, Barcelona, 2007.

(18) Alejo Carpentier, op. cit., p 421.

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