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miércoles, 24 de diciembre de 2008
Crónicas Malditas (I)
Por Ramón Fernández
Mi vida en un Centro masculino de Formación Profesional, de artes y oficios que dirigía un cura con sotana talar con mucha mala leche llamado el padre Mondéjar, un nombre que no olvidaré jamás.
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Yo tenía diez años cuando mi padre me metió en el colegio San José Obrero, (año 1957), situado en la calle Pozos Dulces, masculino, en el casco viejo de la ciudad de Málaga, a espaldas de la calle Carretería. No era un internado, era peor, era un Centro de Formación Profesional, de artes y oficios que dirigía un cura con sotana talar con mucha mala leche llamado el padre Mondéjar, un nombre que no olvidaré jamás. Sin embargo, los demás profesores eran laicos y algunos ni cobraban. Empecé estudiando el oficio de mecánico ajustador, luego delineante proyectista, no sé muy bien por qué razón mi padre me mandó allí, ¿qué había hecho yo? adonde acudía la peor escoria de cada barrios malagueño. El colegio ya no está en Pozos Dulces, lo trasladaron de aquel dédalo de calles estrechas, viejas y angostas, en forma de “z”; muy cerca estaba la calle de las putas y la iglesia de nuestro Santísimo Cristo de los Viñedos y un convento de las Catalinas, en cuyos soportales las putas se ponían a sisear a los clientes. Creo, que hoy en día, este Centro está por la barriada de Carranque, pero de mi paso por este Centro no conservo ni siquiera la foto recuerdo con el mapa de España detrás de mí, como era de costumbre en la época, fotografiarse en el despacho del director.
Un día antes de que viniera el fotógrafo nos decían a todos los niños: «Mañana vine el fotógrafo, que vuestra madre os adecente, os lave la cara y os peine las greñas». Aquella fotografía anual individual era un negocio porque después había que pagarla. La verdad es que el aseo de los demás niños dejaba mucho que desear, pero a mí, mi madre me tenía como un sol a pesar de que éramos cinco hermanos. Yo era un Tarzán y los ratos que no estaba en el colegio, me los pasaba jugando en la calle, porque en la casa no se cabíamos, y, por la maña ya te echaban afuera, a jugar a las bolas (canias) o al trompo. Los maestros no ponían deberes. Mi aula estaba en el último piso y hacía mucho calor, no en vano estábamos en la Costa del Sol, había en la pared un cuadro que siempre me impresionó, la de un hombre con un candado taladrándole los labios y que le cerraba la boca, era la señal de que allí dentro no se podía hablar ni con el compañero. En la pared frontal el retrato de Franco y al lado el de José Antonio, había un mapa grande de España. Recuerdo una clase de siderurgia sobre el convertidor Bessemer que consistía en un sistema de producir cantidades mayores de acero refinado que el proceso del crisol, pero que no nunca me enteré cómo funcionaba. Son recuerdos de tardes con merienda de un vaso leche en polvo y queso de bola de los americanos, se ve, que cuando los yanquis dieron la ayuda a España por las bases estos alimentos entraba en el lote. Los domingos teníamos misa obligatoria en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, a espaldas del colegio. Teníamos una cartilla donde nos ponían un sello de asistencia, y los lunes tocaba enseñar la cartilla y si te faltaba el sello de control, el propio padre Mondéjar te daba un repaso en el salón de actos con una correa de goma larga, parecida a la correa del ventilar de un coche, hasta que al cura le parecía bien, y allí en público, sin contemplaciones, te azotaba por pecar contra los mandamientos de la Santa Madre Iglesia Católica y Romana, por incumplir la obligación de asistir los domingos a misa. Otras veces te azotaban porque ibas sucio o te habías peleado con algún alumno que era lo cotidiano. Una vez que falté a misa, se me ocurrió dibujar el sello para evitar el castigo, es decir, hice una falsificación del sellito control, cuando me tocó enseñar la cartilla con la asistencia a misa estaba acojonado, me temblaban las manos, sudaba, y se me salía el corazón por al boca, sin embargo, logré engañar al temible padre Mondéjar, y como tomó el engaño decidí hacerme pintor. Lo peor que tenía la iglesia del Sagrado Corazón era cuando llegaba Semana Santa, todas las mañanas nos pasábamos horas y horas y más horas de pie o sentados en los bancos escuchando al cura en el púlpito: «La muerte de Cristo es culpa de nuestros pecados...», y más cosas que no puedo recordar, en lo que se llamaban ejercicios espirituales, las verdad es que cuando llegaba el Jueves Santo y las Siete Palabras, aquello era morirse de sueño, y que no se te ocurriera tener ganas de orinar, porque levantarte era ya un pecado de atención, algunos alumnos se lo hacían sentados en los bancos. Yo me tuve que orinar una vez en el banco también, era preferible esto que probar la goma. Desde que vi cómo el cura azotó a dos niños delante de mí, porque se habían fugado al río Guadalmedina, le tomé un miedo feroz, era para mí como el demonio vestido de negro.
En el salón de actos, preparado con escenario de teatro y pantalla de cine, se proyectaba el NO-DO y una película censurada, religiosa, por supuesto, y al niño angelical Marcelino pan y vino, le habías cogido un odio mortal. Cuando venía alguna autoridad de visita, camisa azul con chaquetas blancas había que hacer una exhibición simultánea de preguntas (diez o doce alumnos en el escenario y un profesor nos iba peguntando desde el patio de butacas), una especie de demostración cerebros, sobre los avances tecnológicos y culturales que habían logrado el profesorado con aquellos niños descerebrados y desahuciados de otros colegios, unos días antes nos daban la lección que nos teníamos que aprender de memoria para el día señalado. Una vez, no sé por qué razón me escogieron a mí, y me dijo el maestro que me preguntaría los números primos, cuando llegó la hora yo no me acordaba de nada, me quedó la mente en blanco, y no dije ni pío a aquellos señores de camisa azul.
Quedé fatal, y humillado para siempre en la mente y en las manos que me las puso moradas, porque, después en clase probé la palmatoria. Por las tardes había clases prácticas de mecánica en el taller, por lo general, nos encargaban fabricar una pieza geométrica de un trozo de hierro dulce, lo diseñabas primero con tiza y agua, y luego le sacabas el poliedro limando horas y horas. Un día que me despisté de vigilar la pieza, el compañero de al lado me echó saliva sobre la pieza que tenía en el torno, y esto es lo peor para el hierro dulce, luego no se puede limar. A esta provocación tenía que enfrentarme yo solo, el compañero era un gordo del Perchel allí no podía medirme con él porque de lo contrario el padre Mondéjar nos aplicaría el látigo de la goma del ventilador para medirnos las espaldas. Me fui a casa maquinando mi venganza, la cuestión era harto complicada de resolver, si me acobardaba los demás alumnos se iban a envalentonar conmigo y me llamarían «gallina o gallinita». Así que al día siguiente en la calle, en el reñidero, antes de entra en el Centro, nada más ver al gordo del Perchel me fui contra él como una locomotora y lo tumbé, él se levantó con la sonrisa de «ahora verás» con la excusa del mal pagador, y se vino contra mí, dos veces di contra una pared, sangraba por la nariz, sin embargo, era feliz, porque aquella sangre era el pago para hacerme respetar. Hubo un corrillo azuzándonos hasta que nos separaron. Pero me gané el respeto a puñetazos, que eso pasaba casi todos los días en el reñidero, y ya nadie osó en echarme saliva en la pieza de hierro dulce nunca más. Cuando llegué a mi casa mi padre no estaba, menos mal, de lo contrario me llevo otra paliza, porque mi padre nunca estaba, mi madre me limpió «¿Con quien te has peleado esta vez?», me preguntó. No recodaba ya cuantas veces me tuve que pelear para sobrevivir en aquella mierda de colegio en el barrio de Carretería. Menos mal que a los dos años mi padre compró una casa en Coronel Osuna y nos fuimos a vivir allí me metió en un colegio de pago el de Don Francisco en la plaza de Humilladeros para estudiar el bachiller, aquello sí que era vida, de vez en cuando un reglazo nada más. Y los alumnos del bachiller eran corderitos comparados con los salvajes del San José Obrero. Por primera vez tuve amigos: Antonio Zorrillo y Paco Sánchez. Nunca jamás he tenido ganas de visitar el nuevo Colegio de Carranque, ni peguntar por mi expediente académico, perdido, pero la verdad es que no me atrevo, no puedo, no soy capaz de superar el trauma de aquella época escolar traumatizadora.
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