Miquel Barceló
La Fundación Francisco Godia organiza periódicamente exposiciones dedicadas al fenómeno del coleccionismo. Ahora le toca el turno a uno de los fugaces hijos pródigos de la antaño ciudad de los prodigios -las múltiples averías condales no pueden ser contabilizadas como tal-. Y Miquel Barceló, eterno genio romántico, es, tal vez, el más pródigo, prolífico y fugaz de tales hijos pretendidamente adoptados. La Barcelona de finales de los setenta y principios de los ochenta era un hervidero cultural. Pronto fue advertido, por galeristas, marchantes y coleccionistas, como el aspirante a mesías pictórico que, desde Tápies, esperaba la ciudad. Y fue abducido a la Documenta de Kassel para, en menos de dos años, subir vertiginosamente al Olimpo del arte mundial. Bruno Bischofberger, Leo Castelli y un frenético mercado de segundas, con escándalo de falsificaciones incluido hicieron de él un artista mediático, romántico, popular y un poco excéntrico. Y ahora, es tiempo de recuento. A ver qué ha quedado en Barcelona de Barceló. Quiero decir en las paredes de los hogares barceloneses. La selección es cronológicamente desigual. Claro, los precios han ido subiendo, y la clientela internacionalizándose. Se pueden apreciar las dos constantes -o bajos continuos en su obra: una, la expresión de la inevitabilidad de la muerte mediante la corrupción de la materia; la otra, el diálogo con los recursos y los temas de la gran pintura, el canon establecido desde el Renacimiento, pero con preferencia por épocas y corrientes ambiguas como el barroco, el expresionismo abstracto o I'art brut. En 1986, pintó la cúpula del espacio escénico municipal del Mercat de les Flors y, en 1987, fue homenajeado con una retrospectiva en el antiguo teatro de la Casa de Caridad de Barcelona. Es en este marco donde se podrán contemplar sus ya famosas series de autorretratos, de sopas y naturalezas muertas -e indomables, como la mítica Sopa marina (1984)-, y de espacios arquitectónicos modelados por la luz, como la gran galería del Louvre. Al año siguiente, inicia largas estancias en África subsahariana, principalmente en Malí, inaugurando una nueva etapa pictórica donde, sin abandonar sus anteriores preocupaciones, adopta nuevos entornos y temáticas, al tiempo que restringe su paleta. En sus ya de por sí ricas en materias mundanas que campan por sus telas -o esculturas, porque la obra de Barceló bascula entre la pintura y el bajorrelieve-, incorporará sedimentos del río, tintes vegetales, tierras ocres y pardas que recordaban inevitablemente el ambiente que encontraba en los poblados y en los desiertos.
Hasta el 5 de Enero.
...........................Otro..................
Nota de Prensa de "Descubrir el Arte". Nº. 105.
Escrito por Ricard Mas.
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domingo, diciembre 02, 2007
Sobre las percepciones
"Durante sesenta años, he pintado y dibujado sin interrupción, hasta este 8 de octubre de 1983. De pronto, ya no veo mi trabajo, debo abandonar. Es algo tan contrario a mi naturaleza, que me pongo a ojear mis obras inacabadas".
Así comienza un texto conmovedor, el que tejen los comentarios dictados por Jean Hélion a Corinne Pincé, reunidos en el libro "Memoria de la estancia amarilla". Ante el avance implacable de la ceguera, que sumerge en una brumosa penumbra los objetos del entorno, el pintor, auxiliado por su asistente, enfrenta por última vez las telas arrumbadas en esa estancia amarilla, una buhardilla de su casa de Bigeonnette donde ha acumulado las obras que, en el curso de la vida, fueron quedando inconclusas. No las obras fracasadas, que destruyó, sino aquellas que se atascaron, que sin alcanzar a atrapar la visión esquiva que, en su día, las había alumbrado, alentaron todavía la esperanza de que, en alguna hora de mejor fortuna, acertaría a darles debido término.
Hélion -lo apuntará en diversos pasajes del libro- apenas percibe ya esos cuadros inacabados, ahora doblemente remotos, que, nos dice, "parecen convertirse en sombras de sí mismos". Sin embargo, el que ha visto, ve. Frente al rastro evanescente de esas telas, la memoria del pintor evoca en ellas, una a una, con emocionante y diáfana claridad, con estremecedora precisión en el matiz, el combate perfilado en cada ocasión, y, más allá, todavía con viveza mayor, como si en el instante aquel la contemplara, deslumbrado, por vez primera, la forma precisa que había despertado, como un deseo irrefrenable, la urgencia del cuadro. Y uno acaba sospechando al fin si no será ese paulatino e inmisericorde apagarse del sentido de la vista, ciertamente pavoroso, una calamidad que a la postre afecta, antes que nada, a las rutinas de la existencia doméstica y, paradójicamente, sólo de forma muy colateral a los asuntos de la pintura, pues lo que, en definitiva, el ojo del pintor ve en las cosas del mundo y pugna por trasladar esforzadamente a la tela, aquello que nuestros propios ojos reconocen luego, extasiados, no es algo que esté en realidad por entero -ni puede ser por tanto pesado o medido, ni a la postre percibido con diáfana nitidez- en parte física alguna, ni en el mundo ni en el lienzo, por más que parezca necesitar de ambos. Es, en el sentido más puro y literal, una visión, enigmáticamente despertada, y sostenida, en la materia inerte, y por ello el ojo es útil, herramienta imprescindible incluso, aunque secundaria al fin, y se hace posible ese extraño prodigio de que, aún siendo abandonado por él, quien una vez vio pueda ver. El que ha visto, ciertamente ve. Pero esa certeza se tiñe además de un aliento distinto en el caso de Hélion, de particular interés para los asuntos que aquí nos ocupan. Apasionado paladín de la abstracción constructiva, de la geometría más ascética, en el declinar de los veinte y todo a lo largo de los treinta, Helión fue protagonista destacado en grupos legendarios como Art Concret y Abstraction-Création. Luego, paulatinamente apaciguado ya aquel fervor radical, acabará retornando al concluir la década, aunque no sin acusaciones de traición, a una nueva apuesta figurativa de talante muy personal. Él mismo nos narra, en el monólogo de la estancia amarilla, el impulso que provocó ese reencuentro: "Un abstracto convertido en figurativo, es decir, un hombre lleno de signos que, de golpe, reconoce su existencia en el mundo. Oso incluso decir aquí que, ciertamente, el mundo es la culminación del lenguaje. Agrupo de forma insospechada todos los proyectos que puedan haberse hecho a partir de éste. Pero en el momento cuando mi abstracción fue desgarrada por la figuración que bullía en mí, alcancé realmente el límite de la felicidad. Ya no estaba sólo en el mundo, afanado en reinventarlo: era él quien me acogía".
En su ensayo sobre La semejanza, donde aborda la función del simulacro en la escritura y la pintura, el filósofo y dibujante Pierre Klossowski edifica buena parte de la argumentación hilvanada en el capítulo sobre la decadencia del desnudo a partir de una cita Paul Klee, extraída de los diarios que él mismo había traducido al francés a mediados de los cincuenta. "Al igual que el hombre, dice en ella Klee, el cuadro tiene también un esqueleto, músculos, una piel. Puede hablarse de una anatomía particular del cuadro. Un cuadro que tenga por tema "un hombre desnudo", no debe figurarse según la anatomía humana, sino según la del propio cuadro". Una idea que, según interpreta Klossowski, más allá de la sumisión estratégica de la óptica natural a la mejor eficacia de la sintaxis pictórica -ya conocida, comenta, por los maestros antiguos- implica la noción del cuadro "como un "en sí" que se anima, que respira según sus propias leyes, sin importar lo que le demos a devorar para sustentarlo.
Sobre esa ensimismada autonomía, y la consiguiente devaluación del tema a ella asociada, se articula, al menos en sus formulaciones más extremas, lo esencial de la ruptura histórica de las vanguardias, aquella que asumiría como credo el Helión militante de 1930. Su retorno gozoso a esa figuración que desgarra desde dentro -ya sea la larva de un Alien o el esplendor de la mariposa- la distancia higiénica que la geometría había pretendido imponer entre mundo y lenguaje, supone, por el contrario, el reconocimiento, o puede que la esperanzada ilusión, de algún tipo de resonancia, fuera del orden que fuere, entre la anatomía del cuadro y la de la realidad exterior. Mas, en cualquier caso, ese abrazo que reconcilia a la pintura con las imágenes del mundo no permite, impunemente, el retorno a un estado de edénica inocencia, anterior a haber degustado el fruto del árbol del conocimiento de las vanguardias.
Todo retorno a un orden figurativo, una vez iniciado el tiempo erosionante de la modernidad -y aún seguimos viviendo hoy inmersos en el viento despertado por su estela- soporta esa herencia. Como la magia del ídolo Dogon o la talla románica del crucificado, transubstanciadas en obra artística, también las utopías de la vanguardia forman hoy parte irrenunciable de ese museo imaginario al que ha de someterse fatalmente el paradigma de toda nueva creación, y el mismo Malraux nos recuerda que cada incorporación modifica por entero a cuanto le antecede en ese museo inacabable. "Rembrandt, escribe, no es ya del todo, tras Van Gogh, lo que era tras Delacroix". Tal como cabría añadir, parafraseando a Rosenblum, tampoco Friedrich es el mismo tras los radiantes campos del color en Rothko. Igualmente, y así lo afirma, el propio Helión que se acerca a las imágenes del entorno tras el drenaje de la abstracción es, desde luego, el que fue.
¿No basta pues, ya de entrada, la mera constatación de esa extrema disparidad con la que se ramifican, en tentacular dispersión, las opciones encarnadas por todos estos artistas, para que se haga evidente la extrema dificultad a la hora de definir -y más todavía en un tiempo que ha borrado por entero cualquier sombra de fronteras, categorías y compartimentos estancos la caprichosa geografía que con todos ellos se dibuja o la toponimia capaz de acotar, sin confusión, el lugar de cada uno o los vínculos que entre sí sugieren? La misma, sorprendente, heterogeneidad de sus apuestas, la diversidad metamórfica reflejada por sus tan dispares perspectivas y estrategias de aproximación a los motivos Incitados, idealmente al menos, desde la maravillada curiosidad por las cosas del mundo, es, desde luego, la prueba más irrefutable de la herencia impuesta, a todos y cada uno de ellos, por ese museo imaginario al que la desbocada fuga de la imaginación moderna ha sumado, a la postre, un inequívoco efecto multiplicador. Son visiones del mundo pero, ante todo, también visiones que inventan en libertad su propia estirpe manierista, saqueando a placer la memoria laberíntica acumulada por esa viejísima seducción -que un remozado frente inquisidor suele, sin maliciarse de ello, halagar, tildándola a estas alturas del siglo, ¡benditos sean!, de pecaminosa- a la que aún llamamos pintura.
El ojo del pintor ha visto y ve el mundo, moldeado a través de la lente de ese imaginario museo cuyas estancias se extienden y reordenan en una fuga sin fin. Así lo vio y seguía viendo Helión, en diálogo con los lienzos que se tornaban sombras, cuando confiesa haberse sentido siempre heredero de Altamira, Cimabue, Rembrandt y Frans Hals, de Poussin, Delacroix, Manet, Cézanne o de aquel Mondrlan incluso que fue un día su maestro y del que afirma que, habiendo vuelto la espalda al mundo, "fingía ignorarlo", ese mismo Mondrian de quien, en un texto reciente -encendido alegato en favor de la causa de la pintura- tan bellamente ha sabido decir Avigdor Arikha, que "simplemente vació la estancia de Vermeer de su contenido". ¿Pues que otra cosa hacen todos ellos, Hélion como Mondrian, o los pintores con los que se ha tejido en esta ocasión tan esplendorosa maraña de figuraciones, sino -desde su tiempo y manera- asentir ante el consejo de Ingres cuando urge a mirar a los maestros del pasado "porque ellos mismos son la naturaleza: también es necesario vivir de ellos, comerlos".
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jueves, 4 de diciembre de 2008
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